Aida es una de las óperas más populares de todos los tiempos. Lo es por la belleza de su música, popularizada gracias a su Marcha Triunfal, y lo es por el sambenito de espectacular, ya que tiene las convenciones de la grand opèra que triunfaba todavía cuando se compuso, y que están tan presentes en su obra Don Carlo. Su historia es fascinante desde el inicio, pues nació como voluntad del Jedive de Egipto, Ismail Pachá, un bon vivant quien llevó la ópera al país africano, y que decidió encargarle a un compositor europeo de renombre, una obra para inaugurar la ópera jedival, el primer teatro del género en el continente. Verdi, tras muchas reticencias, aceptó. Y a punto estuvieron Gounod y Wagner de recibir el encargo. El resultado, fue una historia en la que intervinieron Temistocle Solera, libretista habitual de Verdi, y el egiptólogo Auguste Mariette, quien diseñó la costosa y fiel (para la época) puesta en escena. Desde entonces, esta obra siguió un camino de éxito hasta el día de hoy: representada en muchos grandes teatros líricos del mundo, en estadios, incluso por compañías de ópera con mucho despliegue tecnológico que no siempre va a la par con lo musical. Muchos, al pensar en Aida, piensan en grandes coros, pirámides como decorados, elefantes, bailarines, cientos de figurantes. Y ciertamente, eso es parte de esta ópera, pero no la única ni la más importante.
Detrás de esos oropeles hay un triángulo amoroso: tres personas que sufren intensamente por amor. Un amor en el que están involucrados la guerra entre dos naciones antagónicas, y el poder clerical, cuya crítica es recurrente en la obra verdiana. Una, Aida, dividida entre el amor a su patria y el amor por el general que pelea contra ésta. Otra, Amneris, suspicaz, cauta, y atormentada por la certeza de que el hombre que ama no siente lo mismo hacia ella. Y el hombre, Radamés, fiel guerrero de su patria, dividido por el amor que siente hacia la princesa esclava del reino enemigo. Un amor que al menos en vida, no tiene nada de éxito. Y todo ello con una música no solamente bella y espectacular, sino también descriptiva, que en el tercer acto comienza evocando la noche egipcia y hasta su calidez, y con el drama en vena, que lejos de empezar y acabar con los zambombazos de una grand opèra de su tiempo; empieza con un bello preludio de cuerdas y acaba con unas notas finales tranquilas, que unen paz y dolor, en esa unión de coro, y orquesta.
El Teatro Real fue testigo del estreno español de Aida, en diciembre de 1874. En el antiguo Real, se representó muchas veces. No así en el Real moderno: en 1998 se abrió con la producción que ahora está en cartel, con todos los fastos posibles, que demostraban la nueva capacidad técnica del nuevo y reinaugurado teatro. Sin embargo, tuvieron que pasar veinte años, para que volviese al regio coliseo, en 2018, y con la misma producción ya renovada. Quizá para compensar tal ausencia, regresa ahora cuatro años después en su tercera reposición, y como entonces, con tres repartos del más alto nivel musical.
La puesta en escena de Hugo de Ana aparece renovada. En lugar de la famosa pirámide de 1998, ahora se ven proyecciones del Antiguo Egipto, y un enorme obelisco en medio. La ambientación ahora viene sugerida por la iluminación y la animación virtual. Aunque parezca que la animación ayude a recrear el ambiente, el exceso de la misma termina en toda la obra termina por sobrecargar, como en el primer acto o en el cuarto, con tanta proyección de monumentos, incluso de guerreros y de momias danzantes. La famosa escena del templo de Ptah en el primer acto es ejemplo de ello: solo están el obelisco y el suelo arenoso. Todo lo demás son proyecciones que desde arriba dificultan la visión del escenario. La coreografía de Leda Lojodice en esta escena me resulta extraña, con esa danza de momias desprendiéndose de sus vendas. El primer cuadro del segundo acto, es en la primera escena un enorme monolito ricamente decorado, como habitación de Amneris, lo que sumado a las danzas mejor resueltas, le da un toque de lujo exótico bastante convincente. El segundo cuadro es la ya famosa escalinata, que se intuye parte de una pirámide, siendo la parte más espectacular, con una marcha triunfal y un ballet convencionales, cerrándose el cuadro con un desfile de enormes estatuas. El tercer acto es quizá el más logrado, ahora con la pirámide por fin visible, con la noche muy bien recreada, y el obelisco presente. La escena final también está muy bien lograda, con esa rica decoración de jeroglíficos y dioses egipcios en la que será la tumba de la pareja protagonista.
La Orquesta del Teatro Real volvió a estar bajo las órdenes de Nicola Luisotti, quien realizó una dirección quizá más lenta, que el día del estreno. De nuevo los intstrumentos volvieron a sonar bien, especialmente la cuerda en el preludio y en el final, así como la flauta en las danzas y las trompetas en la marcha triunfal, así como en los tutti orquestales del final de los actos segundo, tercero y la escena del juicio. No obstante, en esta ocasión la orquesta acompañaba más que creaba. Un momento inspirado, sin embargo fue el oboe en el O Patria mia. El Coro del Teatro Real volvió a tener una de sus gloriosas noches, tanto en el primer acto con sus tremendos "Guerra, Guerra", como en la marcha triunfal y desde luego el coro masculino en su tétrica escena del juicio del acto cuarto, donde el coro sonó tan estremecedor como amenazante.
Anna Netrebko vuelve a cantar una ópera entera en el Teatro Real desde su gloriosa Tosca el año pasado. Sin embargo, el mundo es hoy diferente. Hay una guerra entre Rusia, su país, cuyo presidente la condecoró, y Ucrania. Netrebko tardó en condenar la guerra, tras una pausa de unos meses, dada su complicada situación como artista favorita del género. Aun así, no le salvó del veto que el Metropolitan Opera de Nueva York sigue teniendo sobre ella, pero volvió a retomar su carrera en Occidente, con tan solo la protesta de la relevante Ópera de Siberia, que en venganza, la vetó por "poco patriótica". Por eso mismo, Madrid es una de las plazas importantes en volver a proyectarla internacionalmente, como con esta Aida de la que de dos previstas ha pasado a cantar cinco funciones. No obstante, en cada una de sus funciones madrileñas, hay ucranianos protestando por sus actuaciones, mostrando una fotografía de su muy poco afortunada aparición junto a un líder separatista de la zona prorrusa de Ucrania.
Como fuere, Netrebko vuelve para deleitar al público de Madrid con uno de sus roles más destacados actualmente, la Aida verdiana. Su voz, ya madura, posee un timbre bello, que se hace notar, aún con impresionantes agudos, y llenando la escena con su dramático temperamento. Ya en el Ritorna Vincitor demostró un canto bellísimo, con un agudo espléndido en el Numi, Pietà, cargado de dramatismo. La voz está ya madura, incluso algo ajada tras cantar roles pesados como Turandot, lo que hace que el vibrato a veces sea un poco incómodo. Sin embargo, su Aida lideró al reparto y estuvo a varios niveles por encima. En el tercer acto estuvo simplemente memorable, primero con un O Patria Mia para el recuerdo, en el que cantó con un timbre bello, potente, melancólico, bien proyectado y con unos agudos, unas notas filadas que llevaron al público al delirio, premiándola con una fortísima ovación al final del aria. En los dúos con Amonasro y Radamés siguió con ese nivel, especialmente en el último, donde su voz sonó con increíble ternura en el dúo con el amado. De nuevo en el final, la soprano rusa volvió a deleitarnos con unos pianissimi, un legato exquisitos desde la etérea frase "Vedi? di morte l'angelo", y luego marcarse un O terra addio igualmente bello y conmovedor.
Su enorme talla artística, que hace que voz y temperamento se unan para perfilar una Aida sufriente, pero de carácter, frente al enfoque más frágil de una Stoyanova en el primer reparto, hizo que al final fuese la más ovacionada, y con justicia, del elenco. Es una suerte que Netrebko cante en Madrid sus grandes roles.
Jorge De León interpreta a Radamés, un rol que ha cantado en los principales escenarios del mundo. La voz sigue siendo potente, pero ya en un estado de evidente madurez. El timbre suena heroico como siempre, pero a veces tiene también algún toque gutural y vociferante, especialmente en los agudos, fruto del desgaste por el repertorio tan potente que ha abarcado. El Celeste Aida fue sin duda vigoroso y cantado a plena voz, aunque no se libró de algún que otro abucheo. Durante el resto de la función se mantuvo así. Tuvo su mejor momento en el tercer acto, cerrándolo con la frase "Sacerdote, io resto a te", cantado de forma espectacular. Luego retomó su buen hacer en el final, con una versión doliente, y convincente, en La Fatal pietra.
Ketevan Kemoklidze fue una Amneris con bastante volumen y un timbre oscuro, seductor y una entonación bastante dramática, lo que añadió potencia a su gran escena del acto cuarto.
Simón Orfila fue un Ramfis bien cantado, aunque quizá le faltase algo más de enjundia para este rol. No obstante, resolvió muy bien la escena del juicio del acto cuarto.
Gevorg Hakobyan fue una agradable sorpresa como Amonasro. Una voz estupenda, bien cantada, que se dejaba oír por toda la sala y que emanaba autoridad, en parte debido a su timbre más bien rudo.
Los demás intérpretes estuvieron al mismo nivel que los días anteriores. En esta ocasión la sacerdotisa estuvo interpretada por Jacquelina Liveri, quien estuvo igual de bien que Bauzá en el preestreno. Deyan Vatchkov igualmente carente de volumen pese a tener los graves, en el rol del Faraón y muy bien Fabián Lara como el mensajero.
No podía empezar mejor la temporada, que con uno de los títulos más queridos por el público, en una representación bien acogida. En ella, Anna Netrebko demostró por qué es una de las grandes Aidas de hoy.
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