sábado, 30 de marzo de 2024

Diez años sin Gerard Mortier: Ahora aparece maravilla tras maravilla, ¿Por qué tiene que acabar? (Temporada 2013-2014)



TEMPORADA 2013-2014.

“Ahora aparece maravilla tras maravilla”

Esta frase del primer cuadro del tercer acto Los Maestros Cantores de Núremberg titula el capítulo del libro “Bayreuth: una historia del Festival Wagner” de Frederic Spotts, dedicado a los apasionantes 15 años en los que Wieland Wagner revolucionó el Festival de Bayreuth con sus apoteósicos montajes. Pero, desde mi personal punto de vista, que esta misma frase podría aplicarse a gran parte de la temporada del Teatro Real, la última que llevó el sello artístico de Gérard Mortier, y que no pudo llegar a ver terminada.

La temporada se inició en septiembre con una reposición del clásico montaje de Emilio Sagi de “El Barbero de Sevilla”, que se estrenó en 2005 con Juan Diego Flórez, Pietro Spagnoli, María Bayo y Ruggero Raimondi, pero en esta ocasión no contó con semejante nivel. Poco puedo decir porque no fui a las funciones, y hoy en día me pesa no poder haberlo hecho.

Sin embargo, en dicho mes, surgió un golpe inesperado: Gerard Mortier sufría un cáncer de páncreas, con lo que no podría seguir al frente de su puesto por mucho más tiempo. El proceso de selección de su sucesor fue tan sonado, que hasta la prensa internacional se hizo eco del mismo. Entre los sucesores que proponía Mortier, y la gestión del Teatro Real y lo que dejaba ver la prensa, la batalla campal estaba servida. Finalmente, el sucesor fue Joan Matabosch, hasta entonces director artístico del Gran Teatre del Liceu de Barcelona, que llevaba dirigiendo desde su reapertura en 1999. Mortier fue nombrado entonces consejero artístico.

Octubre y noviembre tuvieron óperas con temática relacionada con la conquista del Nuevo Mundo: La Conquista de México, de Wolfgang Rihm, y The Indian Queen, de Henry Purcell.  Como introducción a la obra de Rihm, el 30 de septiembre hubo un concierto gratuito que incluía algunos cuartetos de la serie Fetzen, de este autor. La música de Rihm es atonal, pero no tan difícil como otros autores. Con un libreto más bien corto, era la música la que se encargaba de hablar de los personajes, el coro inicial es impactante y cuenta con interludios orquestales impresionantes. Hernán Cortés era interpretado por un barítono, que fue Georg Nigl, y Moctezuma, por una soprano, Nadja Michael. La obra se cierra con un bello dúo a cappella de ambos personajes. La orquesta fue dirigida por Alejo Pérez, y los coros, por razones que no conozco, fueron grabados. El montaje de Pierre Audi, sin embargo, es uno de los más bellos que se han visto en el Teatro Real:

El montaje de Pierre Audi, sin embargo, es uno de los más bellos que se han visto en el Teatro Real: Desde el telón de colores que representa la Tenochtitlán decadente hasta el final espectacular en que Cortés y Moctezuma interpretan su dúo final en medio de una plataforma gris que indica su prisión, la prisión de sus emociones. Impresionante el juego de luces: el ritual inicial en color rojo, las escenas de conflicto interno de Cortés en negro. O el descenso de estructuras de aparatos circulatorios con venas, arterias y corazones, o las luchas entre aztecas y españoles, sucumbiendo los primeros a los escudos de los segundos. Tampoco está mal la dirección de actores: tremendo el momento en que Cortés le dice a Moctezuma : "¡Ése no es Dios!¡Pondré a la Sagrada Virgen en el lugar de estos ídolos!" Mientras el emperador sigue señalando con su canto a la divinidad. Por un segundo pensé en el calvario que supuso para los aztecas ver cómo los conquistadores se burlaban de sus dioses. De ahí que publicara en este foro la opinión de los aztecas en forma de poema. Magistral el momento en que desciende una urna con la proyección de la imagen de Moctezuma, gran trabajo de Urs Schönebaum. Recuerdo que cuando salí del teatro y le comenté a un amigo que era uno de los montajes más bellos que había visto, una señora me miró con los ojos como platos.


Noviembre fue aun mejor: y aunque no tenía previsto verla, una oferta de última hora me hizo aceptar y lo recuerdo como una de las mejores decisiones que jamás he tomado en mi vida lírica. Se representó “The Indian Queen”, una semiópera de Henry Purcell sobre aztecas e incas. Dada su cortísima duración, lo que se vio en el Real fue un pastiche de esta obra, con una dramaturgia reformulada pero coherente, con otras arias y obras vocales de Purcell. Además, se incluyeron textos de dos novelas de la escritora centroamericana Rosario Aguilar, recitados por la actriz puertorriqueña Maritxell Carrero. La producción corrió a cargo de Peter Sellars, quien ambientaba la obra en una época atemporal, pero con un moderno vestuario, tanto de militares (los españoles) como étnicos, y de nuevo acompañada por los decorados de Gronk, quien se superó respecto de su trabajo en Ainadamar. Se trató de un espectáculo completo, casi como se haría en tiempos de Purcell, incluyendo danza, canto, textos hablados, construido de tal forma que tenía sentido. La dirección de actores fue impecable, así como la iluminación, y los cuatro excelentes bailarines para las danzas. Si la puesta en escena fue de gran belleza, mucho más lo fue la parte musical: Teodor Currentzis vino con su orquesta MusicAeterna, que logró una excelente prestación, con unos instrumentos con un sonido bellísimo, prístino, así como el coro de la ópera de Perm, que brilló también a nivel actoral. El elenco musical fue bastante notable, con estrellas como el contratenor Christophe Dumaux, el ágil contratenor Vince Yi, pero si hubo alguien que esa noche destacó fue la soprano rusa Nadine Koucther, quien en el personaje de Doña Isabel (que no existe en la obra original), interpretó con una voz tan hermosa, brillante, cristalina las canciones “Solitude” y “See even night”, logrando el momento más mágico de toda la larga velada. Las emociones que se vivieron esa noche difícilmente podrían apreciarse de la misma manera en la grabación en DVD con la que felizmente se ha preservado esta producción para la posteridad. Uno de los grandes hitos de la temporada y de toda la era Mortier. Uno de esos días Currentzis y su orquesta interpretaron una función de Dido y Eneas con Simone Kermes y Dimitris Tiliakos. El 6 de noviembre, Christine Schäfer e Isabelle Faust interpretaron los Kafka-Fragmente de Gyorgy Kurtag. Fue la úlima vez que la soprano alemana cantó en el Real. Se retiró dos años más tarde.

Se comentó en los foros, al respecto de estas dos producciones, que se oían algunos comentarios en el público de que se trataba de leyenda negra y que los españoles habían sido muy buenos con los indígenas.

En diciembre, se vio una versión moderna de “L’Elisir d’Amore” de Donizetti, con un elenco de alto nivel, pero el principal reclamo fue el montaje de Damiano Michieletto, que se había visto en Valencia, y que ambientaba la obra en una moderna playa española, donde los personajes tenían estética poligonera (de barriada, para quien al otro lado del Atlántico no lo entienda), donde Dulcamara trapicheaba con drogas, pero es Belcore quien es finalmente detenido, Nemorino es un tonto, y Adina y Giannetta son dos chonis, alguna con un peinado que recordaba a Amy Winehouse. El director musical, Marc Piollet, dirigió la obra de forma insípida y meramente acompañadora. Nada podía hacer presagiar que el mes siguiente iba a dirigir un Tristán e Isolda inolvidable. Celso Albelo e Ismael Jordi se alternaron como Nemorino, Nino Machaidze y Camilla Tilling como Adina, Erwin Schrott  fue Dulcamara, Fabio Maria Capitanucci fue Belcore y Ruth Rosique fue Giannetta.

De enero a abril se vivió, en el Teatro Real una intensidad que pocas veces se ha repetido en el regio coliseo. Y los wagnerianos estuvieron de enhorabuena ya que se vieron dos producciones inolvidables.

Mortier pensó en esta temporada como el “año Wagner”, y enero empezó con Tristán e Isolda, y lo hizo con el popular montaje de Peter Sellars, que constaba principalmente de proyecciones de vídeos de Bill Viola, que se vio en París en 2005 y que ha estado en varias ciudades como Toronto y también Madrid. Y en la capital francesa se ha visto muchas veces. La expectación por la ópera de Wagner  y por Bill Viola agotó las localidades muy rápidamente, y fue muy difícil conseguirlas de último minuto. De vez en cuando salían escasamente algunas de patio de butacas o de tribuna, que se agotaban rapidísimo. Por suerte, pude hacerme con una de baja visibilidad, aunque pude ver bien los vídeos. Antes de que empezaran las funciones, durante los enfoques de Tristán e Isolda, Mortier apareció para presentar la obra. Se le veía extremadamente delgado, con apenas pelo, pero seguía manteniendo la misma energía. La parte musical de la conferencia consistió en los Wesendonck lieder, que interpretó Ausrine Stundyte, en la sala de ensayos. Recuerdo que quise acercármele para darle las gracias por todo lo que nos dejaba. No pude. Sería la última vez que le vería con vida.


En cuanto al montaje, realmente en escena había muy poco movimiento: todo estaba pensado para los vídeos. El negro predominaba el resto de la puesta en escena: tanto la indumentaria de los personajes como el escenario. Los vídeos eran bastante interesantes y desde luego que denotaban un talento e imaginación destacables. La obra empezaba  con imágenes del mar en movimiento, sigue con Tristán e Isolda preparándose para un rito. Pero la cosa mejora con los actos segundo y tercero, donde son preciosos: imágenes del bosque, velas encendidas, el fuego y el agua, imágenes de los protagonistas claramente difuminados (con actores esbeltos y jóvenes, nada que ver con los maduros y no muy atractivos artistas de los vídeos del acto primero). Destacable la escena del monólogo de Marke con la imagen de un árbol iluminado progresivamente al amanecer o en el acto tercero tanto la imagen de un barco que se pierde en el mar al amanecer. O las imágenes de Tristán sumergido en el agua, para elevarse al final de la obra. Pero también hubo otros momentos gloriosos además de los vídeos: Al final del primer acto, cuando el barco que lleva a nuestros protagonistas está a punto de llegar a tierra; los miembros del coro se colocan en las escaleras de ambos lados de paraíso, mientras que Marke y Melot bajan por el patio de butacas, convirtiendo a éste en las costas de Cornualles: Los focos del escenario iluminan a todo el aforo, recorriéndolo. Después se ilumina la sala mientras en escena los protagonistas están en pleno éxtasis y el escenario negro se convierte en blanco. Cuando se baja el telón se apagan de nuevo las luces. Verdaderamente glorioso. Otro  momento álgido para mí fue el solo de corno inglés, interpretado por Álvaro Vega. Todas las luces incluida la del foso de la orquesta se apagan para mostrar a un Tristán enfermo mientras la pantalla refleja el alejamiento progresivo de un buque en plena niebla hasta convertirse éste en un diminuto punto, con las primeras nubes del alba visibles. Fue todo un acierto colocar a algunos intérpretes en las zonas de tribuna y paraíso. Marc Piollet logró una dirección orquestal que opulenta en casi todo momento: magnífico el preludio, el final del primer acto, que terminó en una sonora ovación, el preludio del acto tercero, etc. Sin duda una de las mejores ejecuciones en ópera wagneriana que he presenciado nunca. Durante varias funciones, el tenor Robert Dean Smith se sintió indispuesto, y tuvo que ser sustituido por los tenores Stefan Vinke, Andreas Schager y Franco Farina (para desgracia del público que asistió a esas funciones), en lo que se conoció como el “baile de Tristanes”. Fue un reparto de alto nivel, y junto al Tristán de Dean Smith (quien lo cantó en este mismo escenario en 2008 con Waltraud Meier), estuvo Violeta Urmana como Isolda, quien fue destacable, Jukka Rasilainen como un irregular Kurwenal, Franz Josef Selig como Marke, y Ekaterina Gubanova como Brangäne estuvieron espléndidos.

El 6 de febrero, Thomas Hampson dio un recital con la Amsterdam Sinfonietta, que fue notable. Recuerdo que al salir del teatro, un jovencito salía tarareando divertidamente con sus amigos el lied Rattenfänger.

Al mismo tiempo que Tristán e Isolda, en el Real se vio un estreno: se trataba de Brokeback Mountain, del estadounidense Charles Wuorinen, basado en la novela de Annie Proulx, quien hizo el libreto, y que se convirtió en la clásica y oscarizada película de 2005, la historia de amor de dos vaqueros de la América profunda que vivían su amor a escondidas, en una montaña, que supuso un hito para la comunidad gay mundial pues se trataba de la primera película de Hollywood en la que se mostraba explícitamente a dos hombres manteniendo una relación en la pantalla. Mortier encargó esta ópera a Wuorinen para su etapa en Nueva York, pero finalmente recayó en Madrid. Wuorinen es un compositor de música atonal, con un lenguaje en el estilo de la Segunda Escuela de Viena, pero también asequible. La partitura pretende ser oscura, densa, que no deja espacio ni para pasajes ligeros (sí, en el atonalismo puede haberlos ¿quién no piensa en ello cuando escucha la escena orgiástica de Moisés y Aarón o en lo ágil del Filmmusik del acto segundo de Lulu?). Destacable la introducción orquestal breve, así como el momento final de Ennis, con un dramático acompañamiento de cuerdas, así como la frase "Jack, I swear" totalmente a cappella. O por ejemplo la intervención de las trompetas, magníficas. El montaje de Ivo van Hove, que fue funcional, aunque con momentos de belleza, como cuando el escenario estaba desnudo y sólo funcionaba con las proyecciones de imágenes bellas de montaña, vídeos de rebaños de ovejas, mientras vemos a Jack y Ennis montar sus tiendas o hablar frente a una hoguera. Otro momento de gran belleza era el final, con todo el fondo negro que representa la tristeza de Ennis y los padres de Jack, en el que se proyecta una luz tenue que a su vez proyecta -valga la redundancia- una tenue sombra, o en la escena de la camisa con la montaña en blanco y negro.  Además, en los cambios de escena podíamos ver la plataforma de las casas-muebles deslizarse y en el fondo del escenario este cambio era iluminado por luces, que bañaban la sala en un precioso color dorado, en una exhibición de los grandes recursos escénicos del Teatro Real. Titus Engel dirigió notablemente la orquesta, y Tom Randle, como Jack Twist, y Daniel Okulitch como Ennis del Mar interpretaron a la pareja protagonista.

Marzo trajo uno de los montajes más protestados pero al mismo tiempo entretenidos de aquélla época: Krzystof Warlikowski dirigía la Alceste de Gluck. Warlikowski convertía a la sufrida reina reina griega en Lady Di. Su intención era darle un vuelco al texto de la ópera, adaptado a las convenciones del siglo XVIII, para darle una visión humana y presentar los problemas de Alceste y Admète como un problema conyugal. Al entrar en la sala había un enorme salón blanco en el escenario. Cuando el director de orquesta hacía su entrada se apagan las luces y se ve un vídeo en el que Alceste aparece vestida de Lady Di y concede una entrevista en la que habla de un momento convulso para la monarquía en su país, así como del fracaso en su matrimonio. Al final de la entrevista asegura que las decisiones que se tomen (en el transcurso de la obra) abrirán un camino de esperanza y futuro. Las proyecciones son una constante, por ejemplo en las escenas en las que Alceste reflexiona sobre su futuro así como en la celebérrima "Divinités du Styx" aparecen imágenes de una doliente Alceste así como de la familia de la que se aleja, o por ejemplo en el final, cuando Alceste al volver del Hades hace dibujitos en un espejo. También fue una constante la utilización de diálogos en inglés: como puede tratarse de la simpática entrevista inicial, o al final del primer acto entre Admète y su padre, en el que le recrimina por qué no ha muerto en su lugar. Al final de esta escena, que cerraba la primera parte, hubo un silencio sepulcral que fue irrumpido por el furibundo grito de alguien que gritó “Fuera”, perturbando los ánimos. O en la escena del infierno cuando el Thánatos le recrimina a Hércules por sus crímenes. Alceste y Admète son una pareja desavenida, de forma que según el regista polaco Alceste podría desear su muerte. Durante el acto segundo asistimos a una cena en palacio, en la que una bailarina folclórica española -y entrada en carnes- danza mientras la pareja protagonista nos hace partícipes de sus problemas. Ivor Bolton dirigió la orquesta, en una prestación que fue de menos a más, brillando en el tercer acto. Angela Denoke, en un estado vocal ya en declive, fue Alceste, en un primer acto complicado pero que se superó en la función. Paul Groves fue Admète, Willard White fue el gran sacerdote en una impactante intervención, y los secundarios como Fernando Radó, María Miró y Thomas Oliemans estuvieron bien. Aun así, hubo muchos abucheos a Denoke, a Groves y hasta a la bailarina de flamenco.

El 8 de marzo, Gerard Mortier falleció en Bruselas, perdiendo su batalla contra el cáncer.

La reacciones de duelo no se hicieron esperar, tanto en la prensa cultural internacional, entre muchos melómanos de Europa, como entre la comunidad operística de Madrid, incluso en la misma que deseaba su marcha del Real, aunque no de esta manera. De hecho, antes de una de las funciones de Alceste se hizo un minuto de silencio en su memoria. Incluso, Warlikowski cambió el final de la puesta en escena: Alceste ya no moría víctima de su paso por el inframundo, sino que despertaba de su estado vegetativo y se mantenía en pie.

El 2 de abril tuvo lugar un concierto homenaje de acceso gratuito, para el que se formaron numerosas colas, y que no estuvo exento de polémica ya que en las redes sociales hubo gente que protestó por las circunstancias del homenaje. El mismo comenzó con un vídeo (que aún existe en el canal de Youtube del teatro) en el que se repasaba la trayectoria y el pensamiento de Mortier. A continuación, Hartmut Haenchen dirigió la obertura y dos arias de Lohengrin, interpretados por miembros del segundo elenco: Anne Schwanewilms (Einsam in Trüben tagen) y Michael König (In fernem land). Vito Priante interpretó un aria de Los Cuentos de Hoffmann, que se vería en mayo, Measha Brueggergosman interpretó un espiritual negro, Goin up’yonder, bastante emotivo, y Anne Sofie von Otter interpretó el lied Im Abendrot. El coro interpretó el Patria Opressa del Macbeth de Verdi, y la velada se cerró con la orquesta, de nuevo dirigida por Haenchen, interpretando el Preludio y el Liebestod de Tristán e Isolda.

En ese mismo abril, tuvo lugar una producción inolvidable de Lohengrin, de impacto visual, que fue excelente a nivel vocal, escénico y orquestal. El montaje de Lukas Hemleb era asequible para la comprensión de la obra, y destacaba lo mágico y triste del argumento. o que se ve en escena, es lo que sucede en el libreto. El decorado era una estructura con ambiente de cueva, totalmente pétreo. El vestuario es sencillo y de inspiración oscura, salvo para Elsa y Lohengrin. Quizá la estructura sea una manifestación del pesimismo y la tristeza que hay en la obra. O un mundo sin salida posible que pierde una oportunidad con la marcha de Lohengrin. No siempre había mucho movimiento de los cantantes, pero el que había es dramáticamente convincente. De hecho en las escenas con el coro (éste sí un poco estático) se movían más bien poco.

La iluminación fue un punto a favor. En el acto segundo la iluminación tenue, sumada al decorado pétreo es un ambiente propicio para lo siniestro del dúo de los villanos o el de las dos protagonistas femeninas. Por otro lado, al final del mismo acto la entrada en la catedral es simbolizada por una acercamiento del coro y los solistas al público, mientras se ilumina parcialmente la sala. Un momento precioso. La iluminación azulada en el dúo de amor del acto tercero, resalta convenientemente el carácter íntimo del mismo. Alexander Polzin es el escenógrafo de este montaje. Ya había afirmado que parte central del mismo sería una escultura. Escultura que emerge del escenario con luz reluciente dentro de un enorme bloque a la entrada de Lohengrin en el primer acto o en el acto segundo (creo recordar). Parece evocar al cisne, o a la esperanza en la escena de la catedral. No obstante al final de la obra aparece desprovista de su cobertura luminosa, dejando la alta pero escuálida estatua al descubierto. Representaba pues, no solo a Gottfried sino también al futuro desolador que aguarda a los supervivientes brabanzones tras la pérdida de su protector.

Hartmut Haenchen y Walther Althammer se alternaron en la dirección de orquesta. Haenchen logró con la orquesta una interpretación lírica, mágica, ágil, con un sonido precioso, recordándose el preludio del primer acto como inolvidable. Althammer, en cambio, tuvo una dirección más lenta, más épica, siendo su versión la de un cuento de caballeros mientras que la de Haenchen era un bello cuento de hadas, más romántico. Los coros destacaron por su vigor, especialmente en el acto segundo, de lucimiento para las voces masculinas. La producción contó con dos repartos excelentes, para lo que había en ese momento: Christopher Ventris y Michael König como Lohengrin, el primero debutaba por fin el rol en Madrid cuando en 2005 tuvo que ser sustituido por un joven Klaus Florian Vogt, y el segundo hizo una digna creación, Catherine Naglestad y Anne Schwanewilms como Elsa, la primera muy bien actuada, la segunda mejor cantada, algo que se aplica también para Deborah Polaski, en su última presentación en Madrid, en declive vocal pero convincente en su interpretación de la malvada Ortrud,  rol que se alternó con la legendaria Dolora Zajick, quien a sus 62 años seguía espléndida de voz, con unos graves impresionantes. Thomas Johannes Mayer y Thomas Jesatko se alternaron en el rol de Telramund, y Franz Hawlata y Goran Juric lo hicieron en el rol del Rey Enrique. Anders Larsson fue el Heraldo.

Durante las funciones, un libro de condolencias se dejó para que todo el que quisiera, dedicase unas palabras a Mortier. Si este Lohengrin hubiera cerrado la temporada 2013-2014, habría cerrado con broche de oro la época de Mortier en el Real.

Sin embargo, mayo trajo unos Cuentos de Hoffmann que comparados con el gran Lohengrin, fueron decepcionantes. Christoph Marthaler ambientó la obra en el interior del Círculo de Bellas Artes de Madrid, recreando incluso la famosa estatua femenina de su interior. La propuesta relacionaba el argumento con las actividades de este centro cultural que presenta la puesta en escena: modelos desnudas para dibujantes,  la cafetería al fondo,  al coro vestido de público "nerd",  billares en el acto veneciano. Con todo, no suceden demasiadas acciones en contradicción con el libreto, aunque cosas como el poema de Pessoa recitado con fuerte acento iberoamericano por Stella (encarnada por Altea Garrido ) pues no tenían mucha cabida salvo por su intención de epatar. Sylvain Cambreling dirigió la orquesta de forma correcta, en una velada que no se recordaría por lo musical: Eric Cutler fue Hoffmann, Anne Sofie von Otter, en declive, cantó a Nicklausse de forma plana, Measha Brueggergosman fue simplemente cumplidora como Antonia, incluso con un agudo gritado en su aria inicial, y en el tercer acto como Giulietta incluso fue tapada por la orquesta. Vito Priante y Christoph Homberger sí fueron excelentes como los villanos y como Frantz respectivamente. También estaba el veterano Jean Philippe- Lafont como el maestro Luther, pero si hubo algo inolvidable fue la (errónea) elección del actor Graham Valentine como Spalanzani, ya que si bien tenía voz, ésta era completamente desagradable de oír.

En junio hubo en concierto unas funciones de Las Vísperas Sicilianas de Verdi, en francés, que tuvieron mucho éxito. En julio, hubo dos espectáculos de danza. Por un lado, se representó Orfeo y Eurídice de Gluck, en la versión coreografiada de Pina Bausch, con el acompañamiento orquestal del Balthasar Neumann Ensemble, dirigido por Thomas Hengelbrock, y la compañía de danza de Mark Morris interpretó “L’Alegro, il Pensieroso e il Moderato de Händel”.

La etapa de un hombre sensible, culto y vanguardista solo podía terminar de forma atípica, aunque no estuviese planeado. La temporada se cerró con un concierto de Anohni (entonces aún conocida como Antony Hegarty) and the Johnsons, en su gira llamada Swanlights, en la que cantó acompañada de la Orquesta del Real, dirigida por Rob Moose y con una bellísima puesta en escena de Chris Levine, Paul Normandale y Carl Robertshawen. Se hicieron tres conciertos, pero debido al éxito se ofreció uno más. La puesta en escena consistió de una enorme infraestructura situada arriba, que recreaba algo parecido a cristales, gotas de agua, o pétalos de flor, mientras que Anohni se situaba en el centro del escenario, rodeada de un único decorado blanco, tras el cual estaba la orquesta, y que se levantaría hacia el final. El repertorio estuvo basado en su álbum Swanlights. La iluminación terminó de crear un bellísimo espectáculo, con diferentes juegos de luces de distintos colores por cada canción.

¿Terminó realmente la era Mortier con ese concierto? ¿O siguió con los encargos que dejó para futuras temporadas? La temporada 2014-2015 se abrió con Una reposición de Las Bodas de Fígaro del montaje de Emilio Sagi, dirigidas por Ivor Bolton y con un reparto vocal que indudablemente llevaba el sello del belga. En 2015 se vio una de las óperas “españolas” que encargó, a autores españoles: “El Público”, de Mauricio Sotelo, basada en la obra de Lorca, y en 2017 “La Ciudad de las Mentiras” de Elena Mendoza, basada en la obra de Juan Carlos Onetti, que fue un rotundo fracaso. Incluso se dice que Mortier sugirió su revisión. ¿Y cuántas cosas se cambiaron o se perdieron? Mortier aseguraba que pensaba abrir la temporada 2014/2015 con Los Troyanos de Berlioz, pero este montaje acabó en París. Anatoli Kotcherga me dijo tras una función de Don Giovanni que en 2016 se vería la Jovanschina. Se habló de un Don Carlo en su versión francesa, de un Falstaff, de unos Maestros Cantores con los que se cerraría su etapa en 2016, de una Mujer sin Sombra de Warlikowski que finalmente se hizo en Múnich, o incluso se decía que podría haber prorrogado un año su contrato para un Anillo que se haría en una semana, algo que no ocurre en el Teatro Real desde 1920.  En 2016 se recuperó el montaje de los Hermann de La Clemenza di Tito, a modo de homenaje.

Desgraciadamente, Mortier no pudo terminar su proyecto en el Teatro Real. Esas cuatro intensas temporadas, sin embargo, dieron mucho de sí, por la polémica que crearon, que no muchas antipatías, enemistades, le habría costado, y un público del que una parte importante no aceptó la radical innovación que traía, también hubo otra que disfrutó de los montajes y grandes títulos que se vieron, de una estilo de vanguardia interesante que no se habría visto de otra forma. Mortier consideraba la provocación, la epatación del burgués necesaria. Lo sorprendente es que aunque el público operístico de hoy no se escandaliza fácilmente, aún es lo suficientemente conservador para rechazar algunas propuestas. No todo lo que presentó tuvo éxito, pero otras cosas fueron muy interesantes. Mortier, en cuanto gestor y personaje público, tuvo defectos, como el menospreciar a los cantantes españoles, que aún duele mucho, esnobismo cultural, y un ego inmenso, pero también creía que el arte estaba para también hacer pensar y tomar conciencia del mundo en que vivimos.

Esta época coincidió con mi juventud, ya que tenía entre 22 y 26 años durante estas temporadas. Al escribir este homenaje, he revivido las emociones que experimentaba cuando iba al Teatro Real durante esos años, tanto si iba solo, o con amigos, en los que he pensado mucho al revivir estos recuerdos. Llevaba tiempo deseando hacer este homenaje personal al hombre que hizo posible que fuera muy feliz cada vez que me sentaba en mi butaca (sin desmerecer otras épocas que he presenciado tanto antes o después de él), habiendo tenido la suerte, de haber presenciado esta genial etapa del Real moderno.

Donde quiera que esté, donde esté, solo puedo darle las gracias a Gerard Mortier por todo lo que viví entonces.

Parte 1

Parte 2

Parte 3

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