jueves, 19 de septiembre de 2019

Don Carlo en el Teatro Real de Madrid. 18 de septiembre de 2019.

Después de catorce años desde su última presentación en el Real, el Don Carlo de Giuseppe Verdi regresa al coliseo madrileño por todo lo alto, inaugurando la temporada 2019-2020. En 2005, se pudo ver la opulenta producción de Hugo de Ana, de estilo zeffirelliano. Un servidor, por aquél entonces un adolescente, estuvo presente en una de esas funciones. Ahora lo hace en una versión de David McVicar, procedente de la ópera de Frankfurt.

El estreno ha tenido lugar hace unas horas. Como viene siendo casi habitual, en esta función de inauguración de la temporada han asistido los Reyes de España. Y también como de costumbre, ante la presencia de Sus Majestades la orquesta del teatro interpretó el Himno Nacional con el público puesto en pie.
Los reyes de España, a la salida del teatro

Esta ópera es difícil de montar. Primero por su duración wagneriana, después lo costoso de su ambientación, más aún si se opta por lo clásico, y por último su condición de monumento lírico requiere una prestación de alto nivel de cantantes, orquesta y coro. Para la ocasión se ha presentado la versión en cinco actos en italiano, estrenada en Módena y poco habitual en España. Aunque alargase la función, las razón esgrimida por el equipo escénico y la dirección del Real es la de dar visibilidad a la historia de amor de los protagonistas, simplemente dada por sentado en la versión habitual en cuatro actos, por lo tanto acertada. En esta obra, Verdi llega a una de sus más altas cotas musicales. Si bien la temática de la nobleza, algo presente en la partitura, le da a la obra una densidad que la hace más difícil que otras obras maestras posteriores como Otello o Aida, no es menos cierto que la inspiración del maestro lleva a momentos sublimes, espectaculares o puramente teatrales como a partir del cuarto acto. Todo esto la convierte en una cima operística.

Dicho esto, la sensación general ha estado a caballo entre lo correcto y la languidez, con mayor presencia de esta última. A diferencia de su bellísima producción de Gloriana el año pasado, este Don Carlo no parece estar al mismo nivel. La presencia constante de un frío y único espacio escénico en contraste con un muy fiel pero sobrio vestuario de época ha terminado por aburrir: por momentos he echado de menos la cartonpiedresca pero más vistosa y colorida producción de Hugo de Ana.

Nada más entrar en la sala el espectador ve un telón negro que al levantarse deja paso a un monolítico, frío y omnipresente decorado de ladrillos grisáceos con diferentes y escalonados niveles, con sus correspondientes plataformas, bloques y escaleras para que la acción tenga lugar. Uno se pregunta si McVicar quiere con esto representar la rigidez y la opresión de la Monarquía Hispánica como un mundo asfixiante, sin lugar para la esperanza y cuyo pesimismo y tragedia devoran a todas las partes implicadas. Pero el resultado es el aburrimiento en no pocas ocasiones: ver a personajes del siglo XVI con sus trajes de época moverse por una plataforma escénica que recuerda más bien a unos baños turcos sin color alguno no es algo que termine de funcionar. Uno puede esforzarse por ver una gris y rectangular estructura como la tumba de Carlos V; pero no se trata de pedir reproducciones fieles de la biblioteca del Escorial o de un jardín renacentista, sino de que no termine por provocar indiferencia. ¿Podría esa reducción de elementos escénicos intensificar la trama? Es posible, pero tampoco surte demasiado efecto porque la amplia sensación de vacío más bien desorienta. Se ha echado en falta, por ejemplo que en la escena del Auto de fe asistiera el pueblo pues era el principal espectador de este tipo de juicios. En cambio vemos a la nobleza y el clero reunidos, lo que da la sensación más bien de una sesión a puerta cerrada. Y sin embargo, es de los momentos mejor resueltos, no solo por la forma en que vemos al coro situado en sus escalones cual drama griego, sino al boato del momento, con un desfile de un esqueleto a hombros de soldados con armaduras, el desfile de los torturados flamencos y los deslumbrantes mantos de los reyes, y la cruz en llamas al final de la escena, con los soldados empuñando las espadas contra Don Carlos. El cuarto acto es interesante, ya que muestra un lado más psicológico de los personajes, con una cortina corrida a la mitad que representa los aposentos del rey, el gran Inquisidor vestido con más boato que Felipe II, como señal del poder aplastante del clero, y una triste escena de violencia doméstica en la que Felipe golpea a Isabel. En la segunda escena del acto la prisión es representada por unas enormes rejas, tras las cuales se ve luchar a los soldados y rebeldes, aunque el coro ahora cante fuera de escena. Emocionantísima la muerte de Rodrigo con un Carlos llorando amargamente mientras su amigo agoniza. Nunca se ve al pueblo, sino solo a los nobles ¿quizá una insinuación de la irrelevancia del pueblo en el Antiguo Régimen? Al final, Don Carlos es herido mortalmente por los guardias de su padre y muere encima de la tumba de su abuelo Carlos V.


Nicola Luisotti se puso al frente de la orquesta en una dirección lenta y a veces inspirada otras tendente a lo plúmbeo. Como en otras tantas veces, la sección de viento estuvo a un nivel superior a la cuerda, si bien esta llegó a alcanzar un buen sonido, especialmente en la introducción al acto cuarto. La orquesta como un todo tuvo momentos interesantes como en el terceto del final del segundo acto, pero al intentar alcanzar el tutti orquestal en el Auto da fe a veces sonaba poco refinada.


El coro llegó poco a poco a su excelente nivel habitual. Empezando por la solemnidad del coro del claustro en el segundo cuadro, y progresando en el Auto de fe, terminándolo maravillosamente. Sin embargo, su mejor momento fue en su breve intervención al final del cuarto acto, destacando el momento de la frase "Signor, di noi pietà" con una interpretación sobrecogedora y memorable.


El reparto tuvo igualmente luces y sombras.

Marcelo Puente, sustituyendo al previsto Francesco Meli, encarnó a Don Carlo. Este tenor tiene una voz que se deja oir por la sala y el material vocal parece abundante, pero no dejó de sonar un tanto nasal en el aria Io la vidi e il suo sorriso, donde en el agudo pasó por algún apuro. Después alcanzó un nivel correcto, especialmente en los dúos con Elisabetta, donde sonó bien.

Maria Agresta fue una correcta Elisabetta di Valois. La voz es buena, e incluso tiene aún unas notas en pianissimo que son bellas, que se muestran con toda exquisitez en el Tu che le vanità, donde logró una interpretación memorable pese a alguna limitación en el agudo.

Dmitry Belosselskiy fue Felipe II. Ya en 2016 este bajo de voz poderosísima impresionó en Luisa Miller. Pero el poderoso Rey de las Españas es otra cosa. No solo requiere una voz espectacular y profunda, dos cosas que este cantante tiene, sino también nobleza en el canto. Al principio la voz sonaba demasiado basta, pero en su gran aria del cuarto acto se reservó notablemente y a partir del Dormiró sol logró meterse al público. Y sin embargo, no le libró del abucheo en los saludos finales.

Luca Salsi fue un notable Rodrigo, con una voz que no hace aguas (algo maravilloso en esta época de falta de barítonos verdianos) y que suena bella, como en Carlo, ch'e sol il nostro amore, donde cantó con buen gusto. Pero el mejor momento fue en la escena de la muerte, que fue posiblemente el momento más emocionante de la noche, con una memorable interpretación.

Ekaterina Semenchuk fue la mejor cantante de la noche. Su Éboli estuvo muy bien cantada, con ese habitual sonido contraltado, seductor en la voz de esta mezzosoprano rusa. Ya en la canción del velo empezó cantando con una pronunciación exquisita, seguida por un gran dominio de la coloratura y unos bellísimos graves. En el O Don Fatale logró el equilibrio deseado tanto a nivel musical como interpretativo, con un gran agudo en "ti maledico, o mia beltà".

Mika Kares interpretó al Gran Inquisidor con una voz de impresionantes graves, pero no siempre con el volumen deseado. Y desde luego, la voz de Belosselskiy era mucho más grande. No cantó mal, y su actuación fue muy interesante, retratando a un frágil pero temible personaje. Desgraciadamente, tampoco se libró del abucheo.


Curiosamente, los comprimarios estuvieron a un excelentísimo nivel, empezando por el Tebaldo de Natalia Labourdette, con una deliciosa voz. Moisés Marín fue una sorpresa como el Duque de Lerma, con una preciosa voz que sonaba a belcantista y con volumen de sobra para dejarse oír: esperemos que sea un tenor a seguir. Fernando Radó cumplió bastante bien con su breve pero intensa intervención como el Fraile. Leonor Bonilla volvió a hacer las delicias de todos con su también breve pero maravillosa intervención como voz celestial, con un sonido bellísimo y cristalino; un momento muy emocionante.
Magníficos los seis diputados flamencos, unos bajos con unas voces estupendas.


En esta función, ha sucedido algo poético: un rey, Felipe VI, ha ido al teatro para ver cantar a otro, Felipe II. Es difícil hacer Don Carlo. Como ya he dicho antes, es una obra que demanda mucho a todas las partes implicadas, y posiblemente la dificultad esté detrás del resultado final esta producción que da una de cal y otra de arena. Tres lujosos repartos darán vida a los sufridos personajes de esta historia. Esperemos que las funciones que están por venir le hagan un poco más de justicia a esta obra ausente durante tanto tiempo del Teatro Real.


Algunas fotografías no son de mi autoría, si alguien se muestra disconforme con la publicación  de cualquiera de ellas en este blog le pido que me lo haga saber inmediatamente.


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