En 2019, el Teatro Real, por segunda vez en su nueva trayectoria artística, se ponía manos a la obra con la prueba de fuego por antonomasia para cualquier teatro: El Anillo del Nibelungo, de Richard Wagner. Como viene siendo habitual en muchos teatros, se ha programado a ópera por temporada. He de decir que otra oportunidad perdida se ha dejado pasar, para representarlo como se debe, en una semana. Así se hizo en Valencia en la mítica producción de Les Arts con la Fura y Mehta, y así quería hacerlo, se dice, Gerard Mortier en el Real, si la muerte no se hubiera interpuesto en su camino. Este Anillo madrileño, ha visto, de alguna manera, un ocaso: el de la antigua normalidad. Cuando empezó en enero de 2019, nada hacía presagiar la pandemia que se nos venía encima. Incluso durante las funciones de Valquiria en febrero de 2020, las últimas antes del cierre total, cuando ya se empezaban a diagnosticar los primeros casos de Coronavirus en España, pero aún no arreciaba el temor. Luego, cuando parecía imposible seguir con la empresa debido a las limitaciones de aforo, los toques de queda la distancia de seguridad y la ferocidad de la segunda ola, el Real montó un exitoso Sigfrido en febrero de 2021, cuando ningún otro gran teatro fuera de España estaba abierto todavía y solo daban streamings sin público. Por eso, del alguna manera, este Anillo estará ligado al Covid y a sus consecuencias, en el recuerdo del público que lo ha visto.
"El Ocaso de los Dioses" es el gran capítulo final de esta saga. El Ocaso es una tetralogía dentro de la Tetralogía: un prólogo y tres actos, una estructura que alude a la obra. Un prólogo que nos resume la acción precedente, un gran conflicto entre dioses y humanos, las trágicas interacciones entre humanos, criaturas y semidioses. En esta ópera, y a lo largo de sus restantes tres actos, el testigo lo recogen principalmente los humanos, aunque lo único que hacen es concluir la senda que llevará a la destrucción de los dioses y del orden establecido. Sus conflictos, pasiones y ambiciones no son diferentes de las divinidades y demás seres fantásticos de las anteriores óperas, y la creciente tensión a medida que pasan los actos conlleva a la catástrofe. Pero pese a que esta acecha a lo largo de cuatro horas y media de obra, al final Wagner desea enviarnos un mensaje de esperanza. No todo está perdido: han desaparecido los dioses y todos los que arrastraban la maldición del anillo, pero los humanos tendrán una nueva oportunidad, que vendrá con la reconstrucción, con una nueva era.
La última vez que habíamos visto el Ocaso en el Real, en 2004, fue en la producción de Willy Decker, y dirigida por Peter Schneider. Una producción en la que hubo bastante alboroto: el tenor previsto solo cantó el día del estreno y perdió la voz en la segunda función, teniendo que recurrir al cover tras una hora de pausa, por no hablar de la cercanía del atentado del 11M, que suspendió una función, la del 12 de marzo de 2004, en señal de duelo nacional. Estuve en el estreno, pero fueron pocas las alegrías: el viento metal desafinó al menos siete veces en el prólogo, y de las pocas cosas buenas que hubo, el gran Eric Halfvarson como Hagen.
Ahora termina de nuevo el ciclo, dieciocho años después, y a lo largo de estos tres años, los madrileños lo hemos visto en la versión postapocalíptica de Robert Carsen, procedente de la ópera de Colonia, a la que algunos han llamado el "Ecoanillo". Una visión donde la polución, la degradación de la naturaleza, tan importante en esta obra, intensifican los conflictos de pasiones y poderes en un mundo ya condenado de antemano. Para Carsen, la obra empieza y termina con contaminación, sin posibilidad alguna de esperanza y regeneración, y sin que los principales agentes responsables hagan algún intento por remediarlo, solo retrasar lo inevitable. Como bien ha señalado la prensa, esta visión, en su conjunto, cobra cada vez más vigencia. Cuando este montaje se estrenó hace 22 años en la Ópera de Colonia, parecía una visión distópica. Aún sigue pareciéndolo, pero tras la pandemia, ya parece más una seria advertencia de lo que podría pasarnos si no actuamos, que mera ficción.
Nada más entrar en la sala, de nuevo nos saluda ese tétrico telón metálico que nos ha acompañado a lo largo de todo el ciclo. En esta ocasión, el prólogo tiene lugar en el salón del palacio (el Walhalla) que hemos visto anteriormente, pero ahora con todos los muebles recogidos, y las tres Nornas limpian apáticamente, hasta que empiezan a hilar el hilo del destino, mientras que una bella luz anaranjada, impecable trabajo de Manfred Voss, ilumina la escena. La roca de las Valquirias vuelve a ser ese paisaje desolado y lleno de restos de armaduras de los héroes, donde Brunilda y Sigfrido retozan alegremente. Cuando el héroe parte, se levanta el decorado para mostrar una línea de fuego real, que cruzará, siendo uno de los grandes aciertos del montaje. En el primer acto, vemos de nuevo el salón del palacio en orden. Los Gibich y su ejército tienen la misma estética fascista que tenían los dioses, lo que indica que la dictadura de aquéllos ha sido sustituida por una de humanos. Incluso hay dos mapas del Rin y de las ciudades a su paso. El vestuario de Patrick Kinmonth es también importante en esta estética. Gunther es ahora el líder, vestido como lo estaba Wotan, pero un líder pusilánime, guiado por el siniestro Hagen, vestido todo de negro, quien le manipula a él y a Gutrune, aquí representada como una lolita con ropa de instituto. Sigfrido va vestido una vez más con su vestimenta de soldado. Kinmonth acerca la ambientación peligrosamente al fascismo de los años 30, a juzgar también por la caracterización del coro femenino. Un efecto muy usado en escena es que en el final del primer acto, Gunther aparezca físicamente, mientras que el tenor que interpreta a Sigfrido cante fuera de escena.
El segundo acto empieza con Alberich emergiendo de las tinieblas, poniendo primero sus manos encima de la cabeza de Hagen, para luego aparecer y mecer la silla de este, mientras vigila su sueño. De nuevo la iluminación hace aquí maravillas, proyectando la sombra de los personajes, dándole un toque tétrico. Es el segundo acto el más espectacular a nivel visual, con una lujosa ceremonia nupcial, con el coro izando banderas y sirviendo un convite. El tercer acto es sin embargo, el más impactante. Se abre el telón que nos lleva a una escena familiar: las Hijas del Rin vestidas como pordioseras, aseándose mientras el río está lleno de desperdicios y chatarra. De hecho, Siegfried sopla en una manguera que usa a modo de cuerno, mientras Hagen, Gunther y el coro se unen, y todos se sientan alrededor del héroe, incluso sobre la basura, para oír sus primeras aventuras. Al final, Brunilda canta sola su Inmolación: Carsen la hace cantar su monólogo final en con el telón bajado, con la protagonista en el borde del escenario, compartiendo con el público sus sentimientos y reflexiones. Finalmente, el telón se vuelve a abrir para mostrar el fuego real en escena, llena de humo esta vez, con Brunilda abriéndose paso en medio de la lluvia para luego desaparecer, pero esta lluvia no purifica nada, simplemente apaga el fuego, dejando un escenario vacío, yermo, sin atisbo de vida: la destrucción se ha consumado y ya solo queda la nada. Y con la última nota, cae el telón lentamente, devorando todo atisbo de luz.
Pablo Heras-Casado concluye su aproximación al Anillo con este Ocaso al frente de la Orquesta del Teatro Real. No es esta una obra fácil, dada su extensión y su riqueza orquestal. El maestro granadino ha dirigido una versión en la que podría decirse que acompaña y además se deja oír, y con momentos destacables, pero menos que el año pasado en Sigfrido. La obra empieza con un emotivo saludo al mundo, pero la melodía que era alegre en la jornada anterior, ahora es triste y melancólica, recreando la noche. En este punto, la orquesta empezó con buen pie, ya que al distribuir (cumpliendo las medidas de seguridad) parte del metal en los palcos, al tocar la primera nota, ésta parecía emerger de la tierra, además empezando con un tempo más lento, lo que convenía a ese saludo de la madre naturaleza. El primer y el segundo acto tuvieron una evolución positiva, aunque con unos tiempos un tanto lentos. La excelentes maderas del Real brillaron una vez más, aunque la cuerda esta vez no pasó de lo correcto, especialmente en el Viaje por el Rin. La que no pareció tener un buen día fue la percusión, sonando demasiado aparatosa. De hecho, el tutti final del segundo acto fue quizá el punto más bajo, con la orquesta perdida. En el tercer acto la cosa mejoró sensiblemente, con el viento dando una memorable interpretación del preludio y muy destacado en la primera escena. La marcha fúnebre fue emocionante, y se apreciaba el esfuerzo de los músicos, pese al deslucimiento de la percusión una vez más, pero fue sacado con dignidad. En el gran final, la orquesta cerró bien su intervención, aunque no como en la marcha fúnebre. Sin embargo, la bellísima y espectacular nota final que cierra el ciclo, que en tan poco tiempo nos evoca la esperanza surgida de la destrucción, fue tan maravillosa en manos de la madera, que se fundía con el telón bajándose lentamente, que hizo que cerrase de forma conmovedora la función. El Coro Titular del Teatro Real volvió a demostrar su vigorosa sección masculina, tanto en en el segundo acto (aunque algo tapado por la orquesta al princicpio), como en el tercero: potentes las voces fuera de escena en los "Hoiho, Hoiho" a cappella con el que se comunican con Sigfrido. En la gran escena coral del segundo acto dieron una gran interpretación del coro nupcial "Heil dir Gunther", además de ser excelentes actores: uno podía ver su rudeza en el tercer acto.
Andreas Schager no solo interpretó a Sigfrido, el héroe de la obra, sino que lideró el reparto de principio a fin, estando a un nivel superior al resto del elenco. El tenor austríaco no solo repitió su notable interpretación del año pasado, sino que la superó por momentos. Si bien empezó algo discreto en el Prólogo, desde el primer acto exhibió su vigor vocal y su volumen, llegando a una potente intervención en el segundo acto en Heilige Wehr, Heilige Waffe, su famosa escena de juramento. Igualmente sorprendió en el tercer acto con la narración de su vida, donde realmente logró su otro mejor momento, con un torrente vocal, con un timbre heroico y juvenil. No obstante, parece que la tesitura más alta del personaje parece escapársele, especialmente en el Do4 del tercer acto. Durante la escena de la muerte de Sigfrido, la voz quizá estuvo un poco exenta de volumen, pero la interpretación del héroe agonizante fue impecable. Aun así, no cabe duda de que el tenor consigue resistir la mayor parte de la obra, sin sonar mal en ningún momento, lo que ya es bastante meritorio.
Ricarda Merbeth interpreta una vez más a Brunilda, y una vez más la voz no es la adecuada para la valquiria, pese a todo el empeño que pone. Su timbre es mas bien lírico, quizá demasiado para el personaje, lo que a veces lo limita; teniendo que recurrir a veces a forzar la voz. El grave suena muy desgarrado. No obstante, el temperamento artístico de esta soprano le permite sacarlo con dignidad, e incluso el agudo parece beneficiarse de esto en el acto segundo, sonando furibunda en la terrible escena Betrug, Betrug y pronunciando la famosa línea Starke Scheite con gran belleza. Precisamente en su gran escena final demostró sus capacidades interpretativas, con una versión introspectiva e íntima de la Inmolación.
Stephen Milling como Hagen fue decepcionante. Millling tiene un bonito timbre, pero le falta volumen. Y en un personaje como Hagen, eso es un gran problema, porque el principal villano de esta ópera necesita imponer, aterrorizar, y para ello se necesita una voz oscura, de verdadero bajo profundo. Este Hagen podrá ser siniestro, pero no da miedo. En el segundo acto mejora su interpretación, pero en su famosa escena Hoiho, ihr Gibichsmannen no resulta impactante, e incluso durante un momento la orquesta parece querer taparlo. Su mejor momento es la primera escena del segundo acto, en ese oscuro dúo con Alberich donde habla desde su sueño.
Lauri Vasar como Gunther tampoco estuvo abundante de voz ni de volumen, resultando en una interpretación poco más que discreta.
Martin Winkler no tendrá la voz más agradable para Alberich. De hecho, suena gutural, pero para su única escena, el sueño tenebroso de Hagen, la voz es conveniente para el personaje, lo que hace que Winkler consiga una buena interpretación.
Micaela Schuster como Waltraute tuvo una de las grandes interpretaciones de la noche, con una voz que se deja oír, y con un bello grave, y generoso volumen.
Amanda Majeski interpreta a Gutrune. Majeski cantó Mozart en el pasado en el Real, concretamente en La Clemenza di Tito. La voz suena más dramática que juvenil y deliciosa, y ese timbre oscuro le quita dulzura al personaje, pero su interpretación es notable.
En cuanto al resto del reparto, las Nornas mantuvieron un nivel correcto. Mención para Anna Lapkovskaja, quien hizo una Primera Norna de bella voz, y para Amanda Majeski, quien aquí está mejor de Tercera Norna que de Gutrune. Las Hijas del Rin estuvieron a un nivel discreto.
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