Peter Grimes, de Benjamin Britten, es una de las mayores tragedias de la ópera. Y también, una de las cimas de la música británica. Posiblemente la mejor ópera compuesta en la isla desde Dido y Eneas, y también una de las cumbres de la música del siglo XX. Una obra maestra que supuso un antes y un después en la historia de la lírica, por su torrencial fuerza sinfónica, a través de la cual uno siente la brisa marina golpeándole la cara, sino por la terrible historia de Peter Grimes, un cruel y huraño marinero excluido de una sociedad que destruye lenta y dolorosamente todo lo que teme y desconoce. Britten, al igual que Grimes era también un marginado social: era homosexual, vivía con su pareja Peter Pears, para el que compuso el personaje principal, y pacifista, objetor de conciencia en el ejército en la conservadora Inglaterra de los años cuarenta, en plena Segunda Guerra Mundial. Y al igual que el protagonista de su ópera, Britten sufrió las miradas y recelos de la gente. En esta obra, el compositor británico y el libretista Montagu Slater toman la vieja historia de George Crabbe, y le dan un enfoque universal: el chisme, el juicio popular sin pruebas, sin ley, es una pasión humana tan dañina como adictiva, y todo aquél que tenga la desdicha de ser objeto de ese juicio sufrirá una atroz destrucción. La sociedad teme, odia, lo que no conoce, y lo aniquila primero marginándolo y después destruyéndolo o empujándolo a la destrucción. Incluso un personaje tan cruel como Grimes, sufre las consecuencias de no integrarse.
En 1997, Peter Grimes se estrenó en el Teatro Real, en su primera temporada tras su reapertura como teatro de ópera después de más de setenta años. En aquél entonces lo hizo con la compañía del Théâtre de la Monnaie de Bruselas, bajo la batuta de Antonio Pappano y la clásica producción de Willy Decker (que se pudo ver en Valencia hace tres años), de gira en la capital. Veinticuatro años más tarde, la tragedia britteniana regresa al Real (tras superar además un contagio de Covid de más de 20 personas en la compañía) esta vez con los propios orquesta y coro del teatro, que se enfrentan por primera vez a la titánica partitura.
Deborah Warner regresa a Madrid con la obra magna de Britten, después de su ya histórica puesta en escena de Billy Budd en 2017 en este mismo escenario. Aunque esta vez no haya alcanzado tal nivel excelso, puede decirse que esta producción ha reflejado de forma inteligente, y cada vez más impactante, el mensaje de Britten y Slater. Warner ambienta la acción en la Inglaterra moderna, en una pequeña y pobre localidad pesquera. Desde un comienzo casi onírico, donde se nos lleva al subconsciente del protagonista, hasta el terrible final con el ominipresente mar de fondo, un personaje clave en esta historia. Esta visión nos demuestra que hemos cambiado poco desde las épocas de Crabbe y Britten, seguimos juzgando, aupando y destruyendo personas con nuestro chismorreo, hoy a través de las redes sociales y en el Reino Unido con su atroz prensa sensacionalista.
El prólogo de la obra empieza con un escenario oscurecido, con un bote suspendido en el aire, Grimes tumbado en el suelo envuelto en una red, y un joven desciende desde arriba para tocarlo y luego subir: es el cadáver del anterior grumete muerto. O incluso un joven Grimes antes de que la barbarie popular lo destruyera. El coro entra en escena con linternas apuntando al marinero, señalándole ya desde el principio. El primer acto es de un tremendo realismo, llevándonos a una lonja, el día a día del mercado de pescado. En la segunda escena se ve la taberna The Boar, como un pub de pueblo con una decadente vieja decoración, casi setentera, propia de un pueblo perdido, sacado de una película de Ken Loach. Antes de la entrada del tenor en dicho acto, sucedió una pausa que no podría decir si fue inesperada, pues antes de que entrara, la representación se detuvo y todos miraban a un lado del escenario, esperando que saliera. La exclusión del protagonista se resalta cuando entra en la segunda escena y al mismo tiempo que la orquesta las luces se oscurecen, como si entrara realmente un fantasma.
El segundo acto representa una playa que ha sido arrasada por la tormenta del acto anterior, con una casa de salvavidas y demás caja esparcidas por el escenario, ahora con el mar de fondo durante el resto de la obra. La segunda escena de dicho acto es la cabaña de Grimes, pero a juzgar por su forma parece más bien su barco, con un reluciente mar azul que no dejará la escena nunca. Durante el quinto interludio se ve al marinero descubriendo y cubriendo con un manto al aprendiz muerto. El tercer acto es la misma playa, ahora de noche, sucia, con el mismo beato y retrógrado pueblo ahora abandonado a la desinhibición y el desenfreno, con las sobrinas jugando con Swallow, que tiene los pantalones bajados (las prostitutas del pueblo, en esta producción alternando su oficio de pescaderas con el de meretrices). Aunque siempre estará la chismosa señora Sedley, que juega a ser detective con una libreta en mano, una posible caricatura de Miss Marple. El sobrecogedor coro del final de la primera escena, donde el pueblo canta su veredicto final, en el que decide linchar a Grimes, es un momento de gran impacto visual, donde la gente enarbola antorchas y un muñeco espantapájaros al que golpean y agitan violentamente. Uno de los hombres agita por otro lado una bandera inglesa ¿una nueva señal de ataque al conservadurismo, unido al nacionalismo más rancio que últimamente ha golpeado al Reino Unido? La escena final es quizá lo más logrado y, al igual que la obra, conmovedor: una vez que el protagonista ha cantado su terrible soliloquio, y tras seguir el consejo de Balstrode de hundir su barca en alta mar, ante la mirada de una llorosa Ellen, se dirige hacia el mar azul, y alza el brazo, como saludándolo. Amanece en la aldea, ahora es de día y la gente retoma su actividad, pero a medida que todo el pueblo va colmando la escena, todos miran en dirección al mar, hacia una barca que se hunde sin poder ser alcanzada. La gente sigue con su vida, pero se ha cobrado una nueva víctima, y esa mirada colectiva al horizonte marítimo supone su exhibición como cómplices de este delito, de esta tragedia, una sociedad insensible que disfruta acabando con lo que le estorba.
Ivor Bolton ha vuelto a demostrar que es un especialista en Britten, como ocurrió en Billy Budd y Gloriana, llevando a la Orquesta del Teatro Real a un nivel notable, como si fuese una orquesta británica, aunque a veces un poco lenta. Desde el primer momento los músicos brillaron bajo su mando, con un sonido britteniano: marítimo, tragicómico, sensible, fruto de una gran preparación. Las cuerdas, prueba de fuego en esta orquesta, sonaron a pleno rendimiento: el interludio del tercer acto . Quizá el viento metal abusó un poco del forte, especialmente en los interludios, donde llegaron a sonar un tanto estridentes. La percusión, el arpa, toda la sección de viento madera (tremendas las flautas en el último interludio y especialmente en el desgarrador final) estuvieron al servicio de este drama, con una gran interpretación. No obstante, tuvo problemas con el viento en los interludios. No se me ocurre música más británica que estas conocidas piezas musicales, donde se siente uno en la costa inglesa nada más escucharlos. En el segundo interludio y en la Passacaglia la orquesta estuvo lenta, con el viento metal perdido. Uno se pregunta si el famoso cuarto interludio ha sido dirigido lentamente ex profeso, para dar tiempo a preparar la puesta en escena para la segunda escena, imposible en una dirección más ágil. Por otro lado, magistral en la interpretación del primero, tercero, quinto y sexto interludio, siendo este último el mejor dirigido.
El Coro del Teatro Real vuelve a brillar en esta ópera, en la que el coro es un protagonista clave. Ya desde su primera intervención en el primer acto, fuera de escena prometía, cerrando el primer acto ya potente con la frase "And you call that a home!". Sin embargo, lo mejor estaba por llegar: en el segundo acto sonó tan vil y acusador como el pueblo, deslumbrante antes del cuarteto del final de la primera escena. Pero el momento catártico llegó en el tercer acto, en el momento de la venganza contra Grimes, cuando el coro se dejó la piel, llenando la sala con sus poderosas voces, transmitiendo la ira del pueblo contra el marinero. Fue una pugna por el sonido con la orquesta del que salió claramente victorioso. Ese bramido "Peter Grimes!" antes del interludio final resonará en la sala por mucho tiempo.
Allan Clayton interpreta a Peter Grimes, con una bella y juvenil voz, una alternativa a la del viejo cascarrabias que dan los grandes tenores heróicos o en declive como Skelton o Kunde. Clayton viene del repertorio barroco, pero ese lirismo le hace destacar en los momentos más íntimos como What harbour shelters peace? o Now the Great Bear and Pleiades que cantó exquisita y tiernamente, ya que representan el lado más íntimo y frágil del personaje. Se reservó para la tremenda escena final a cappella, que abordó con una interpretación trágica, muy entregada.
Maria Bengtsson fue una notable Ellen Orford, aunque el volumen no la acompañó en algunos momentos de la obra. La voz es ligera, aunque con un timbre un tanto nasal. Muy bella interpretación del We planned that their lives en el segundo acto, y como su compañero Clayton se reservó para el tercer acto con una gran versión de su famosa aria Embroidery in Childhood. Terriblemente conmovedora en el final, cuando llora silenciosamente al despedirse de su amado Grimes.
El resto del reparto mantuvo un nivel excelente: Christopher Purves fue un destacable Balstrode, con una voz aseada, James Gilchrist dio vida al repelente reverendo Adams, con una excelente voz de tenor, al igual que John Graham-Hall como Bob Boles, ambos de lo mejor de la noche junto al espectacular Swallow de Clive Bayley, con una poderosa voz de bajo. Ned Keene fue interpretado por Jacques Imbrailo, un excelente barítono, así como el atractivo Barnaby Rea como Hobson, quien en el segundo acto tocando el tambor parecía un temible hooligan del fútbol inglés. Catherine Wyn-Rogers interpretó a la tía, con unos graves estupendos. No estuvo al mismo nivel Rosie Aldridge como Mrs. Sedley, quien si bien logra una excelente caracterización de señora mayor chismosa, incluso en la forma de cantar, el volumen y el grave no la acompañaron en su momento de lucimiento en el tercer acto, donde incluso la sobrepasó la orquesta. Las sobrinas estuvieron interpretadas dos competentes sopranos, ya conocidas en esta casa por sus notables interpretaciones: Rocío Pérez, quien lanzó un espectacular agudo al final del famoso cuarteto From the Gutter, y Natalia Labourdette. Por último, el niño Saúl Esgüeva interpretó al desvalido John, el desdichado, asustadizo aprendiz de Grimes, en una gran actuación que transmitía ese tremendo desamparo.
Un concurrrido, aún con los impuestos límites de aforo, Teatro Real ha dado una calurosa bienvenida a este drama popular, a una nueva generación de espectadores, muchos de las cuales no la vimos en 1997. El cruel Grimes, y el pueblo depredador, que podemos ser cualquier sociedad moderna, que le convierte en víctima han emocionado al público de Madrid en este regreso histórico de la obra magna de Benjamin Britten.
Las fotografías no son de mi autoría, si alguien se muestra disconforme con la publicación de cualquiera de ellas en este blog le pido que me lo haga saber inmediatamente.
Excelente crítica, muchas gracias. Yo he tenido la suerte de poder verla en estriming desde el MET y me impresionó. La música de Britten siempre se oye con placer
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