La colaboración entre Richard Strauss y Hugo von Hoffmansthal fue una de las más fructíferas de la historia de la ópera. Hasta el fallecimiento de este último en 1929, ambos artistas legaron al mundo obras maestras como Elektra, El Caballero de la Rosa, Ariadna en Naxos o La Mujer sin Sombra. A medida que el tiempo pasaba y la música evolucionaba, el genio de Strauss siguió mirando a un lenguaje musical más tradicional, con grandes obras sinfónicas y comedias románticas líricas, con aristócratas vieneses como protagonistas. Tal es el caso de Arabella, que fue la última ópera en la que trabajaron Strauss y Hoffmansthal. Para cuando se estrenó en Dresde en 1933, el dramaturgo ya había muerto y Strauss tenía un nuevo libretista, el afamado escritor Stefan Zweig, el cual no iba a seguir colaborando mucho con el compositor ya que en ese mismo año la criminal Alemania Nazi comenzaba su atroz andadura en la historia.
Recuerdo que, cuando en los foros de ópera, se achacaba al fallecido Gérard Mortier que trajese repertorio nuevo, pero más asequible, como alternativa a no repetir títulos trillados o traer "difíciles" (para algunos) óperas posteriores a 1950, se mencionaba mucho a Arabella como una obra nunca vista en el Teatro Real, y de las que había que programar. Pues bien, el momento ha llegado. Por fin llega a Madrid, por primera vez, esta deliciosa comedia musical, después de 90 años de su estreno, y lo hace con una producción procedente de la Ópera de Frankfurt y del Liceu de Barcelona, dirigida por Christof Loy, habitual en Madrid.
Es Arabella una comedia romántica ambientada en la Viena Imperial, si bien el tema a tratar es algo con un trasfondo tan manido como poco agradable en el fondo: una familia aristocrática venida a menos busca un marido rico para su bella (y deseada) hija, pero esta desea casarse por amor, siendo el afortunado el millonario terrateniente Mandryka, no sin un sinfín de líos. Por otro lado, y como historia paralela, tenemos a la hermana Zdenka, a la que obligan a vestir de chico para no tener que mantenerla, y enamorada de un militar, Matteo, enamorado de Arabella, y por tanto relegada a un segundo plano.
Sin renunciar a su estética minimalista, y en el caso de las comedias straussianas, recurriendo a la elegancia, Loy despoja esta obra de cualquier romanticismo y se adentra no solo en la psicología de los personajes, sino en el ambiente decadente que rodea a la familia de Arabella y a la sociedad vienesa, además de la frustración de Zdenka por ocultar su identidad y por no tener al hombre que ama. El resultado es un montaje de gran belleza, pero no exento de oscuridad, lo que le da a esta obra un toque más de introspección, y además de estatismo en muchas escenas. El escenario es una enorme caja escénica blanca, que cuando empieza la obra, se abre para mostrar un salón vacío, una habitacion destartalada de hotel donde vive esta familia venida a menos. La estética recuerda más a los años 40-50 que a la época de Francisco José I, posiblemente se mueva la acción a la posguerra, donde mucha gente vivía con menos de lo justo, una época donde la gente hacía lo que fuera para sobrevivir.
La puesta en escena es una puesta en movimiento, que nos va mostrando un gran recibidor, el vestidor de Arabella, un rellano e incluso los baños del hotel, todo detrás de esa caja blanca, que se cierra en los momentos de mayor intimismo. De hecho, hay momentos en los que detrás de la caja blanca solo hay un fondo negro, como en el final del primer acto, con Arabella en la zona "blanca" y al fondo Zdenka en la "negra", o en el final, cuando Mandryka y Arabella se dirigen hacia ese fondo negro, algo que choca con la tierna y radiante felicidad con que celebran su inminente matrimonio.
David Afkham, cuyo nombre es garantía en este repertorio tras una Salomé inolvidable el pasado verano con la Orquesta Nacional de España, se pone al frente de la Orquesta Titular del Teatro Real, con la que realiza una dirección que transmite la riqueza, la deliciosa gama de colores orquestales de esta obra, cuya música recuerda al ambiente delicioso de El Caballero de la Rosa. Los tempi tienden a cierta lentitud, pero recreándose en la opulencia orquestal, de hecho en los pasajes que recrean valses o en el apasionado preludio orquestal del tercer acto, la orquesta tuvo momentos de lucimiento. En dicho preludio el metal sonó espectacular. Afkham transmite la dulzura y al mismo tiempo la riqueza de una partitura que nunca aburre y siempre deleita.
Sara Jakubiak en el rol titular fue de menos a más. Aun con un timbre más bien nasal, a medida que pasaba la función fue destacando, ya desde su tierna interpretación del "Aber der richtige" hasta sonar a plena voz, con un apreciable timbre dramático en el segundo acto.
Josef Wagner fue un Mandryka con un bonito y robusto timbre, además de una importante presencia escénica.
Sarah Defrise fue una excelente Zdenka, con un precioso timbre oscuro, y además una excelente actriz, transmitiendo la soledad de su personaje.
Matthew Newlin en el rol Matteo, tiene una bella voz de tenor con excelentes agudos, especialmente en el dúo con Arabella en el tercer acto.
Una de las grandes sorpresas fue Martin Winkler como el conde Waldner, padre de Arabella. Este barítono bajo de timbre un tanto gutural cantó Alberich hace un año, y ahora en un rol totalmente opuesto, esa guturalidad le da un toque grotesco y adecuado en el rol del desesperado padre casamentero de su propia hija. Y una actuación convincente y cómica.
Anne Sofie von Otter como Adelaide estuvo a un buen nivel vocal y actoral. Dean Power como Elemer fue un excelente tenor. Elena Sancho-Pereg como la Fiakermilli pudo con el breve pero difícil rol, con su juvenil y bello timbre.
El resto del elenco y el coro cumplieron al mismo buen nivel.
Sin duda, los amantes de la lírica tienen una cita ineludible con esta ópera poco frecuente del maestro Strauss, raramente vista fuera de Alemania y Austria ya que requiere de grandes medios líricos para hacerlo. El Real se apunta un tanto con programar esta obra nueva que hace las delicias del espectador.
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