jueves, 6 de abril de 2023

El añorado caballero del cisne: Lohengrin vuelve al Metropolitan Opera después de 17 años.


Hubo un tiempo en que Lohengrin, de Richard Wagner, era una de las óperas estandarte del Metropolitan Opera House de Nueva York, cuya presencia era tan frecuente, como lo siguen siendo La Traviata, Tosca, Aida, La Bohème o La Flauta Mágica en el escenario neoyorquino. Temporada tras temporada, los más grandes tenores dejaban su impronta vocal para mayor deleite del público: Lauritz Melchior, René Maison, Sandor Konya, Torsten Ralf, Hans Hopf, Max Lorenz, Set Svanholm, Brian Sullivan, René Kollo, Plácido Domingo o Peter Hoffmann, entre otros tenores, interpretaban habitualmente al caballero del cisne. Sin embargo, tras unas últimas funciones en 1986 (inmortalizadas en vídeo), se hizo el silencio hasta 1998, en una denostada producción a cargo de Robert Wilson, la cual contó con el mejor Lohengrin de su época: Ben Heppner. Tras una reposición en 2006, no se volvió a oír este clásico del repertorio en el teatro de ópera más grande del planeta, hasta este año, en una nueva producción. Diecisiete años de ausencia, para un título tan querido y emblemático por el público, se antojan demasiados. Más aún cuando otras obras de Wagner tan o más complicadas de montar como Los Maestros Cantores de Núremberg o el mismo Anillo se han visto con mucha más frecuencia en estas últimas décadas en el MET. ¿Posiblemente sea la falta de intérpretes de renombre para esta obra? Como fuera, es un motivo de celebración el que se pueda ver de nuevo en Nueva York una ópera tan amada por el público. 

La producción elegida para este regreso corre a cargo de François Girard, ya habitual en el Met tras sus producciones de Parsifal y El Holandés Errante. En un principio era una coproducción con el Teatro Bolshoi de Moscú, que ya estrenó este montaje el año pasado, pero la guerra de Ucrania hizo que el teatro estadounidense omitiera dicha mención. He llegado a leer críticas poco entusiastas con este montaje, como si lo responsabilizaran de que posiblemente Lohengrin vuelva a sumirse de nuevo en el ostracismo por su causa. Sin embargo, si bien este montaje puede resultar conservador, o incluso aburrido para mentes más exigentes, lo cierto es que posee una magia y belleza visuales que no solamente acompañan sino que sugieren más de lo que muestran.  Si Lohengrin se convirtió en una obra con un lenguaje nacionalista tan potente, es algo que este montaje nos hace plantearnos al respetar el libreto, desde una escenografía que convierte a esta obra en un cuento mágico y de hadas, pero con un trasfondo trágico. En esta obra la autoridad es débil. El pueblo es débil. Incluso los villanos son débiles que abusan de otros débiles. Solo la fuerza de Elsa, a través de su esperanza puede hacer que aparezca Lohengrin para darle la vuelta a la situación y traer la justicia de vuelta, pero a costa de la dependencia de todos, que sin él no atan y desatan. La peligrosa necesidad de un líder en lugar de la fuerza de un pueblo unido. Y eso es algo que la producción hace aflorar, junto a esta mágica estética.

El montaje ambienta la obra en un mundo que parece ser postapocalíptico, con una estética que recuerda a El Señor de los Anillos o Juego de Tronos. En una gruta abovedada con un enorme agujero desde el que se ven la luna y las estrellas, las cuales durante la obertura parecen chocar entre sí, destruyendo la luna, lo que sugiere que solo una nueva y primitiva vida bajo tierra es posible, tiene lugar la acción. Un evento novedoso es que el vestuario tiene tantas capas que a medida que avanza la acción o se alternan los estados de ánimo en la obra, va cambiando de colores: blanco, verde, rojo, negro, o el contraste entre el rojo altivo de Telramund y Ortrud, el blanco noble de Elsa y Lohengrin, y el verde del Rey Enrique y el Heraldo. El tercer acto muestra durante el preludio a Ortrud haciendo conjuros, para luego revelar el cielo estrellado, oculto tras unos enormes muros, que por primera vez nos dan la impresión de salir de la gruta. Pero esta felicidad, lo sabemos bien, dura poco.  

La Orquesta del Met está dirigida por Yannick Nézet-Seguin, quien logra una dirección solemne, más bien lírica, intimista. Si hay algo que destaca son las cuerdas de la orquesta, que logran recrear el aura celestial del preludio de la obra, o la oscuridad y la amargura del preludio del segundo acto, siempre con un sonido brillante, prístino. Más convencional el metal, lo que hizo que el interludio del tercer acto sonase más convencional que apoteósico (como lo haría Levine en el famoso vídeo de 1986). El Coro del Met sí que logra cotas de excelencia musical y actoral.

Es difícil encontrar un reparto que haga justicia a esta obra hoy día. Y en esta producción no ha sido la excepción, pero si hay algo que está fuera de dudas es el liderazgo del Lohengrin de Piotr Beczala. El tenor polaco ha hecho exhibición de un carisma que no tiene rival en el elenco, con una voz con un timbre heroico y al mismo tiempo que emana nobleza, juventud. Su entrada fue radiante, pero el In Fernem Land fue, quizá esté ya manido decirlo, el momento más emocionante debido a su entrega y la exquisitez con la que cuenta el origen noble de su personaje. 

La única que puede ponerse a su altura, a nivel más interpretativo que canoro es Christine Goerke, que sin estar en un momento vocal desbordante, tiene la suficiente carisma, el suficiente arrojo escénico para su tremendo personaje, a la que convierte en una siniestra mujer tan resentida como temible, una auténtica hechicera. Los graves los usa para declamación, haciendo más repulsivo y peligroso a su personaje. Goerke no está tan mal de voz aún, aunque el agudo ya le cueste cada vez más, algo que se percibe en la maldición del segundo acto, pero el caudal vocal se mantiene, pese a todo. Y a nivel actoral su interpretación es sobresaliente. 

Tamara Wilson es una Elsa bien cantada, pero no al nivel de su coprotagonista, pese a que en sus arias consigue una interpretación dulce, pero no siempre desbordante de belleza. Evgeny Nikitin es un Telramund que a nivel actoral transmite la altivez y la repulsión que desprende el personaje, pero en lo vocal tiene altibajos, alternando momentos de autoridad con otros con un timbre más bien desganado. Gunther Groissböck es un Rey Enrique que tampoco posee la mayor autoridad del mundo, pero mejora conforme pasa la función. Brian Mulligan en cambio decepciona como el Heraldo, con una voz demasiado ligera para el rol, ya que su timbre agudo sugiere una voz más tenoril que baritonal.

La función del día 18 de marzo nos ha llegado al resto del mundo vía Live HD, transmitida a cines de muchos países en alta definición, y posteriormente en vídeo streaming. Por eso la alegría del público que llenaba la sala podía ser compartida por millones de espectadores en todo el planeta. Las ganas de ver esta obra se palpaban en los aplausos del público. Por eso, sin que en lo musical haya sido un Lohengrin de absoluta referencia, ya con solo sentir la emoción de escuchar los celestiales primeros minutos de la obertura vale la pena. Bastante tiempo que se ha dejado pasar para que envuelvan la sala en su mágica aura. Ojalá que no pasen tantos años sin que esta obra se deje ver de nuevo, incluso cuando llegue el momento de cambiar de producción.


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