Madrid, 9 de febrero de 2025.
El ruso es el cuarto idioma de la ópera, tras el italiano, el francés y el alemán, teniendo en cuenta la enorme producción operística en estas cuatro lenguas. Y un buen puñado de óperas rusas está en el repertorio hoy en día. De ellas, hay tres principales: Boris Godunov, de Modest Mussorgsky, y La Dama de Picas y Eugenio Oneguin, ambas de Piotr Ilich Tchaikovsky. Cuando se piensa en ópera cantada en ruso, estos títulos vienen a la mente. Además tienen en común en que están basados en obras de Aleksandr Pushkin, el gran escritor ruso de fama universal.
La historia de Oneguin es la de un hombre que lo tiene todo para ser feliz, pero es incapaz de sentir nada por nadie. Es el tipo de persona que no se da cuenta de que su inconsciencia y su complejo de superioridad, su aburrimiento de la vida, siembra cadáveres a su alrededor: destruye el corazón de la cándida Tatiana y mata en duelo a su amigo Lenski tras seducir a la amada de este, Olga. Poco puede imaginar Oneguin que llegará a arrepentirse de haber dejado marchar ese tren que es el amor de Tatiana. Esta historia romántica es popular en Rusia desde su misma publicación. Y Tchaikovsky quiso hacer de ella una ópera íntima, unos personajes con los que el público pudiera identificarse. Una intención tan personal requeriría de cantantes jóvenes capaces de transmitir convincentemente esta historia, lejos de los egos de los divos del momento. Aunque fue estrenada por estudiantes del Conservatorio de Moscú, la belleza de la obra terminaría por sumarla pronto al repertorio.
Pese a ser una ópera muy conocida, no se ha visto mucho en la capital: en el Teatro de la Zarzuela en 1981 ( en una gira del Teatro Kírov -hoy Mariinsky- y dirigida por Yuri Temirkanov) y 1994 (con Carlos Álvarez y Karita Mattila), y en el Teatro Real recién se estrenó en 2010, cuando se invitó al famosísimo Teatro Bolshoi de Moscú con su coro, orquesta y elencos, para unas funciones. Sin embargo, pese a su renombre mundial, las representaciones pasaron sin pena ni gloria, con un primer reparto aceptable y un segundo reparto con unas voces masculinas mediocres, además de una orquesta que estuvo decepcionante. Quince años después, regresa en un montaje procedente de Oslo y Barcelona, a cargo de un habitual en los escenarios españoles, el alemán Christof Loy, quien realiza una versión que ha suscitado división de opiniones en la prensa y en el público.
Las intenciones de Loy son las de devolver esta ópera, tan representada con acartonados montajes románticos y bailes clásicos, a su intimismo inicial, a una lectura reducida a lo esencial: la psicología de los personajes. Para ello, se reduce la escena al mínimo, en una estética muy habitual de este director de escena. Lo que importa aquí, más que la ambientación, es la inconsciencia del protagonista y sus dramáticas consecuencias, una idea que cobra fuerza en la segunda parte de la obra. Sin embargo, tan radical simplificación termina por resultar aburrida a la vista, lo que afecta incluso al desempeño musical. Como su predecesor del Bolshoi, el montaje transcurre en un pequeño decorado, al que rodea un gran vacío. La primera parte transcurre en una monótona sala, de colores apagados, que pese a representar la villa de Larina, parece más bien una sala de hospital. Oneguin es aquí un gamberro, un seductor salvaje. Tatiana aparece aquí más introvertida que nunca, que no soporta mundo que la rodea: y para muestra de ello la furia con la que arroja al suelo unos libros que le regalan en la escena de su cumpleaños. Sin embargo, algo que saca de la monotonía, pero que también empacha por excesivo, son las algarabías de los empleados que chillan y revolotean en sus escenas corales, y bailarines retozando en coreografías de alto voltaje sexual. Y hasta el sexo termina por ser incoherente y aburrido: Oneguin rechaza en su cortés aria a Tatiana, para terminar la escena besándose con ella apasionadamente al final del primer acto.
La segunda parte es la más interesante a nivel estético: un decorado totalmente blanco con una luz intensa, que se centra en las consecuencias de la mala conducta de Oneguin. La escena del duelo es fuerte escénicamente, pero Lenski no muere en el mismo, sino que lo hace tras disparársele la pistola cuando intenta acercarse a Oneguin para darle el abrazo de la reconciliación. Inmediatamente, suena la famosa Polonesa del tercer acto, en la que de nuevo los bailarines y coristas se entregan a una frenética danza sexual. Al terminar la pieza, de repente Lenski resucita y se une a la danza. La escena final es fiel a la acción original, pero demasiado cruda, con una Tatiana en camisón destrozando hojas de carta a su alrededor, y con Oneguin intentando forzar una reconciliación, pero ella le deja solo, llorando amargamente.
Desde la próxima temporada, el español Gustavo Gimeno sustituirá a Ivor Bolton como director musical del Teatro Real. Ya en 2022, sorprendió con una espectacular lectura de El Ángel de Fuego de Prokofiev. Ahora vuelve a impresionar al frente de la Orquesta del Teatro Real, con un excelente trabajo orquestal, una orquesta que suena inspirada desde casi el inicio, con unas cuerdas brillando intensamente, especialmente los violonchelos, pero cada sección tuvo su lucimiento, en una interpretación que permitía recrearse y disfrutar de cada instrumento, haciendo olvidar un poco la sensación de aburrimiento de la puesta en escena, aunque esta distraía de la brillante Polonesa que se acometió en el foso.
En una ópera donde el coro tiene bellas y animadas intervenciones, el Coro Titular del Teatro Real ha vuelto a anotarse un excelente trabajo. La formación de José Luis Basso arranca con fuerza en su primera intervención, que comienza fuera de escena, amoldando sus potentes voces con la casi mística música. Sin embargo, es en la cuarta escena donde se marcan una intervención para el recuerdo. Como los conocedores de esta obra saben, el primer número coral comienza con una bella y breve introducción solista por parte de un tenor, que se presume que es el capataz, respondida por los campesinos. Dos tenores se alternan en ese pequeño rol, y esta noche lo ha cantado Alexander González, un tenor de bellísima voz lírica.
Iurii Samoilov es el líder indiscutible del reparto, con un Oneguin que teniendo una voz menos grave de lo ideal, sin embargo se hace oír por la sala, y canta el rol con entrega. Si bien empieza bien con el aria de la escena tercera, es en el gran final donde da lo mejor de sí, además de actuar desgarradoramente.
Kristina Mkhitaryan canta notablemente el rol de Tatiana, una voz de timbre tirando a oscuro, reservándose para la parte más famosa de su gran escena de la carta, que canta con dulzura y sensibilidad. Sorprendentemente, en el tenso final de la escena cuarta, la frase ona mnye szhala syerdtse bolno tak, zhestoko! la cantó con una fuerza sobrecogedora. En la dúo final con Oneguin volvió a destacar.
Bogdan Volkov como Lenski tiene una voz de timbre juvenil, pero el volumen no le acompaña, resultando en una voz tirando a pequeña, quitándole tensión en el segundo acto, que es cuando más enérgico debería sonar este personaje. Se reservó para su famosa aria Kuda, Kuda, cuando, erguido en el escenario, la cantó con una melancolía convincente, especialmente a la hora de cantar en piano.
Maxim Kuzmin-Karavaev fue un excelente Gremin, con una voz potente y un aria bien cantada en el tercer acto. También cantó el breve rol de Zaretski en la escena del duelo, quizá en un intento del director de escena de ampliar la presencia de Gremin, fundiendo ambos personajes.
Victoria Karkacheva interpretó a Olga, y aunque cumplió con un notable grave en el primer acto, pero después estuvo más bien correcta, aunque cumplió como actriz con el personaje, aquí convertido en una joven ligera de cascos. Katarina Dalayman como Larina ya aparece con la voz bastante desgastada después de una gran carrera wagneriana en el pasado. En cambio, la veterana Elena Zilio en el rol de la nana Filipyevna, canta sorprendentemente bien para sus 84 años: una voz que no suena tan desgastada, y con un grave que sigue impresionando, y que anula a la Larina de Dalayman cuando salen juntas en escena. Juan Sancho fue un muy bien cantado Monsieur Triquet, y Frederic Jost también cantó bien el rol del capitán.
La belleza de la música hizo más llevadera una representación dominada por una frialdad que golpeaba más que profundizaba. Esta obra es tan querida, que la sala estaba casi llena, y el público premió con muchas ovaciones al elenco. Pero el gran triunfador ha sido indudablemente Tchaikovsky.
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