La nueva producción de Rusalka del Teatro Real llega en una nueva era para su escenario. Por un lado en un Madrid que sigue con su actividad económica y teatral con un Covid-19 acechando con el temor a un nuevo confinamiento, y por otro en un Teatro Real que ha tenido que replantearse su situación tras el escándalo del Ballo el mes pasado. Ahora el teatro se encuentra reubicando a abonados para acomodarse a la nueva normativa de un máximo de un poco más del 60% del aforo. Esta publicación dará cuenta del ensayo general del primer reparto, con lo que se espera mejoría de algo que de por sí será un éxito indudablemente.
La obra maestra de Dvořák se vio solo una vez antes en el Real: en 1924 la compañía de la ópera nacional checoslovaca fue invitada por el teatro, para deleite de nuestros bisabuelos. Hoy regresa en una producción coproducida con Barcelona, Dresde, Bolonia y Valencia, de la mano del director de escena alemán Christof Loy; quien regresa a Madrid tras su exitoso montaje de Capriccio el año pasado en el mismo escenario.
En esta ocasión, Loy nos presenta una historia de teatro dentro del teatro. La acción transcurre en el vestíbulo de un teatro, del que se puede ver la taquilla a un lado. Un elegante y lujosamente sobrio salón. En él, una cama a un lado del escenario nos muestra a una joven enferma descansando. Por el escenario mientras suena la obertura, danzan unas bailarinas de ballet. Porque para el director de escena, esta Rusalka es una hermosa bailarina, lesionada al comienzo de la acción. Las ninfas son bailarinas, quienes solían interpretar a estos míticos personajes en las danzas y así ha quedado en el imaginario colectivo teatral en muchas ocasiones. Las piedras de la orilla del río o del estanque están presentes, donde las ninfas-bailarinas juegan con los mortales. Cuando Rusalka bebe el elixir que le da forma humana, se traducirá en que se recupera de su lesión y puede volver a bailar. El segundo acto tiene lugar en el mismo salón, pero al fondo se ve una imagen del anfiteatro, curiosamente un telón pintado que sugiere representar la ópera de Praga. El ballet es una danza orgiástica y salvaje donde sirvientes e invitados dan rienda suelta a su pasión. El tercer acto muestra esta vez la sala en completo caos, y al fondo unas rocas que llevan a un cielo abierto, que es al que se eleva Rusalka, no como demonio del lago, sino como figura sobrenatural cuya pasión mortal se evapora en una admiración intensa, como la fascinación que ejercen las grandes artistas.
Loy desarrolla el hechizo del mundo de las hadas y lo lleva al del teatro, porque en este el arte y el cómo nos eleva representan en nosotros la misma pasión que despiertan las legendarias ninfas en los legendarios príncipes. Es en el mundo del teatro donde envidias, pasiones como las desatadas en el segundo acto se desatan no solo entre bastidores sino entre el público. Rusalka, como dijo el propio Loy, necesita probar el mundo exterior, pero ese amor la destruirá porque su inocencia no resistirá los avatares de las emociones y relaciones humanas. El genio de Dvořák se muestra en una partitura bellísima, mágica, evocadora, con una dulzura y sensibilidad que se convierten en tragedia cuando la ninfa definitivamente está condenada. Hay que destacar la presencia del arpa para evocar el agua, la naturaleza de donde viene la protagonista, aunque también es muy bohemia en sus danzas, y todo esto sin perder el encanto. Es quizá una pena que el momento más conocido se encuentre al principio de la obra, pero no puede ser de otro modo: la canción de la luna es el momento en que con incomparable candor, la ninfa la evoca para preguntarle por su amado. Y el compositor checo le da a este momento la magia que emociona al espectador.
Ivor Bolton realiza un estupendo trabajo con la Orquesta del Teatro Real, de la que obtiene un sonido bello, a veces lento pero nada metálico, y casi siempre ágil, recreando la hechizante atmósfera de la obra. Memorables las cuerdas a lo largo de toda la obra, así como impresionante el conjunto de la orquesta en los actos segundo y tercero. El Coro titular del Real ha exhibido su impresionante conjunto femenino, que ha dado voz a las ninfas, con una interpretación bella y a la vez melancólica y enérgica cuando repudian a su hermana. Lástima que canten fuera de escena, ya que en el segundo acto el coro ha sido sustituido por bailarines y actores.
Asmik Grigorian interpreta a Rusalka, en una entregada interpretación, aún reciente su enorme éxito como Salomé en Salzburgo hace dos años. Grigorian, soprano de gran belleza y capaz de bailar y hacer pasos de ballet según las indicaciones de la puesta en escena, canta una Rusalka dramática cuyo cénit se alcanza en un tercer acto inolvidable. Reservada en el primer acto, su versión de la famosa Canción de la Luna fue tierna, introspectiva, pero no al nivel excelso del acto final. La voz es bella, de timbre un tanto oscuro, conveniente en los desgarradores dos actos finales.
Eric Cutler sufrió una lesión hace unos días, lo que hace que cante esta función con muletas. La voz es heróica pero el timbre no siempre es grato, sobretodo cuando se va al agudo, aunque logró uno impresionante al final del primer acto. También reservado al principio, para realizar un segundo acto interesante y un tercero casi al memorable nivel de Grigorian.
Karita Mattila regresa al Teatro Real después su icónica Katia Kabanova en 2008, pero ya como la villana, en el breve rol de la Princesa Extranjera. La voz está ya desgastada (el agudo no es lo que era), pero la autoridad, la clase, las tablas después de dos décadas de increíble carrera, así como el grave, y el caudal vocal que mantiene hacen que se robe la función en el segundo acto, incluso siendo más primadonna que la propia Grigorian.
Katarina Dalayman debuta en el Real como la hechicera Jezibaba. Conocida por sus interpretaciones pasadas de las grandes heroínas wagnerianas, hoy en día es una mezzosoprano. Si bien como actriz ha estado indiscutiblemente soberbia, vocalmente ha estado contenida pese a haber cantado bien y al igual que Mattila, tener un más que apreciable grave.
La gran sorpresa de la noche ha sido el Vodnik de Maxim Kuzmin-Karavaev, un joven bajo ruso con una gran voz de apreciable caudal, y bellísimo sonido, con unos graves magníficos, además de muy bien actuado.
El resto del reparto se mantuvo a un gran nivel, con Sebastiá Peris como un excelente cazador, igualmente estupendos Manel Esteve y Juliet Mars como los criados. De las tres ninfas, destaca la mezzo Rachel Kelly, con una impresionante voz en el rol de la segunda de ellas, e increíbles agudos.
El señor Loy se ha superado a sí mismo, en una producción que está destinada a ser uno de los más grandes éxitos de esta temporada. Después de casi un siglo, algo inexplicable, la genial ópera de Dvořák ha regresado a Madrid para conquistar a los afortunados que puedan verla.
Las fotografías no son de mi autoría, si alguien se muestra disconforme con la publicación de cualquiera de ellas en este blog le pido que me lo haga saber inmediatamente.
Sorprende que no haya ninguna referencia en esta crítica del estreno al mayúsculo escándalo provocado por el Maestro Ivor Bolton, al detener la función. ¿No le parece un detalle lo suficientemente relevante o no asistió a la representación?
ResponderEliminarEsta es una crítica del ensayo general. No he ido a la función de estreno que ha tenido lugar esta noche,donde sí ha tenido lugar el escándalo del que están hablando.
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