Madrid, 21 de abril de 2022.
Sabemos que se trata de una de las óperas más celebradas, y con justa razón, en todo el mundo, pero de la pasión con la que Madrid vive Las Bodas de Fígaro, podría decirse que no encuentra parangón en el panorama actual español. Desde su reapertura en 1997, esta es la sexta vez que el Teatro Real programa la genial ópera de Mozart. Un servidor la ha visto todas las veces que se ha puesto en este teatro desde 2003. Curiosamente, la bella producción de Emilio Sagi se puso hasta tres veces en cinco años: 2009, 2011 y 2014. Algo totalmente excepcional en un teatro de stagione, donde lo habitual es que transcurran entre 5 y 10 años entre una y otra producción de un título, especialmente si es popular. En otros casos pueden pasar 15, 20 o más años. Las reposiciones de la producción de Sagi fueron encontradas como excesivas por algunos aficionados de los más entendidos, que esperaban otras óperas populares, pero no tan frecuentes. En cualquier caso, se trata de un título que siempre se ha encontrado con el cariño del público, que agota las localidades. Quién lo diría, cuando en su estreno en el antiguo Teatro Real en febrero de 1903 (un siglo después de su estreno madrileño en 1802), esta obra maestra sólo contó con tres funciones y después desapareció de su repertorio.
Ahora en 2022, regresa la gran ópera mozartiana, para deleite de todos, pero esta vez lo hace en una ya conocida producción procedente del Festival de Salzburgo, que se convierte así en la cuarta producción de esta obra en escenificarse en el nuevo Teatro Real. También lo hace con dos repartos, uno con una gran soprano española y otro con excelentes y prometedores cantantes españoles. Precisamente este último actuó en la función para Amigos jóvenes que organiza el Teatro Real de vez en cuando, y que suelen ser ensayos generales. Aunque la mayoría superaban la veintena, varios adolescentes y niños se veían también por la sala. Recordé, a título personal, la primera vez que vi Las Bodas de Fígaro en este teatro, cuando tenía tan solo 15 años, en enero de 2003. Ahora, ya en mi treintena, pensé en cuantos de esos jóvenes estarían en mi lugar de aquél entonces. Mi tiempo de disfrutar estos privilegios (los mejores del mundo lírico para la juventud) que tanto me han formado como aficionado, pronto comenzará a acercarse a su fin. El de estos niños y jóvenes apenas comienza. La vida en toda su extensión.
Sin embargo, ese no fue el único detalle excepcional, ya que muchos se sucedieron esa noche. Se trata de la primera producción de ópera a la que ya se puede ir sin mascarillas en interiores, después de que el pasado día 19, las mascarillas ya solo se deban llevar obligatoriamente en centros sanitarios y en el transporte público. ¿Será este el definitivo regreso a la tan ansiada normalidad que añorábamos desde aquella Traviata de julio de 2020 con la que volvimos a sentir la magia de la ópera? Volver a la ópera, sin limitaciones de aforo, y volviéndonos a ver todos las caras al completo. A medida que se llenaba el teatro, el ir el rostro descubierto, una sensación antes imperceptible, ahora completamente extraña, se iba apoderando, a la par que la alegría, de la que participaban mayoría de los jovencísimos espectadores que iban entrando, aunque tarde, y por este motivo la ópera empezó a las 19:20, veinte minutos después de lo previsto. Antes de comenzar, dos muchachos, un chico y una chica, del sector joven de la institución, presentaron la obra, y recordaron que al terminar habría una fiesta con DJ y copas en los salones del teatro. El júbilo se apoderó de la sala. Pero también invitaron, a la posibilidad de descubrir el amor como lo harían los personajes de la obra, que quién sabe si no se encontraría en la fiesta.
Claus Guth es el director de escena, y responsable de este conocido montaje que ya triunfó en Salzburgo en 2006 con un reparto estelarísimo. Guth, invitado habitual de esta casa, ya nos ha deleitado con sus grandes producciones de Parsifal, Rodelinda y Lucio Silla. En esta ocasión, el regista austríaco muestra una lectura que desnuda el alma de la obra, desproveyéndola de todos esos lujosos ropajes y decorados dieciochescos con los que asociamos esta obra, que en su día fue una obra subversiva y escandalosa, pero que en nuestros tiempos ya es una comedia costumbrista. Muy en su línea de presentar las óperas en enormes caserones elegantes, los únicos decorados son la enorme escalera de la que se presume una enorme mansión, y una habitación blanca, pero amplia debida a la falta de decoración. El vestuario de Christian Schmidt es también sobrio, oscuro, con modernos trajes grises y negros, y de azul marino para los más jovenes, aquí retratados como estudiantes de internado, dando a los personajes la elegancia de una serie de familias aristocráticas de los años 20, 30 o 40 que tanto gustan al público de hoy. Todo esto lo que hace es mostrar de manera más cruda, radical y al mismo tiempo mordazmente divertida, una historia de enredos y traiciones entre aristócratas y criados, un mundo que ya estaba condenado a desaparecer en época de Mozart y Da Ponte, y que alarmó a la pacata nobleza austríaca de su tiempo. Por ejemplo, la Condesa mientras canta su gran aria de entrada, lo hace totalmente incapaz de sujetar el abrigo que la protege, teniendo Susanna que asistirla constantemente, tal es el estado de consternación con el que aparece tras sentirse traicionada. O también es muy divertida toda la historia de Cherubino, quien se desliza divertidamente escondido bajo una cortina en el primer acto, o demás situaciones cómicas por el estilo. La iluminación de Olaf Winter también hace mucho, especialmente con el reflejo de las hojas de los árboles del bosque en la casa, mientras Susanna canta su aria. Además en este montaje, un personaje importante aparece: un ángel, el mismo Cupido, vestido como un estudiante, muy tadziesco, al que no le faltan las alas. Un personaje que moverá los hilos de la obra y que extiende su magia, siendo el responsable de los enredos entre los demás, aunque no le perciban. Uno de los momentos más divertidos fue indudablemente el final del segundo acto, cuando el ángel traza un esquema con todos los líos entre personajes, que borra una y otra vez, mientras éste se proyecta en la pared. También asiste a Cherubino cuando se desploma tras saber que irá a la guerra. Pero cuando finalmente la Condesa perdona a su esposo, los personajes caen al suelo y una vez que recuperan la consciencia ya no quieren saber nada del ángel, viendose rechazado una y otra vez salvo por Cherubino, del que se despide con un beso antes de irse, y con cuyo desmayo a consecuencia de ello termina la obra.
Ivor Bolton dirige de nuevo a la Orquesta del Teatro Real en una obra de Mozart, tras unas notables versiones de La Flauta Mágica y Don Giovanni. Quizá por ser el ensayo, o por lo que fuera, al principio la orquesta parecía un poco perdida, algo que afectó un poco a la famosa Obertura. Sin embargo se fue recuperando hasta convertirse en algo más que un estupendo acompañamiento para los cantantes. Las cuerdas volvieron a sonar con agilidad, algo antes inusual en esta orquesta para el repertorio mozartiano. También el metal fue a mejor, y junto a la madera, la sección de viento estuvo muy bien en el Non più Andrai (junto a una gloriosa percusión) la marcha nupcial del tercero o en el aria de Susanna en el cuarto. Pero una anomalía sucedió: cuando Bolton entró a dirigir en la segunda parte, un injusto y atronador abucheo se escuchó por encima de los aplausos, lo que debió de ser muy molesto para los que estuvieron cerca - y desde luego lo fue para todo el que pudiera oírlo- del inconforme espectador dado el ruido que hizo al intentar increpar al maestro británico. ¿No repartiría Cupido suficientes flechas esa noche? El Coro estuvo bien en su breve intervención.
Joan Martín-Royo fue un estupendo Conde de Almaviva, con una voz de bonito color, que se dejaba oír, con una versión apreciable de su aria del tercer acto. Y desde luego, un estupendo actor.
Miren Urbieta-Vega como la Condesa de Almaviva cantó con una voz con un toque más oscuro, lírico, y así empezó en el Porgi Amor, pero en su gran aria, el Dove Sono, defendió y transmitió la sensibilidad del personaje, incluso dándole unos deliciosos toques de coloratura.
Thomas Oliemans fue un Fígaro que si bien se hizo oír en la sala, el nivel fue entre lo aceptable y simplemente correcto, si bien en el primer acto estuvo bien, con un divertido y bien cantado Non più andrai, noté que le faltaba algo de garbo en lo musical, aunque como actor logró hacer reír al público.
Elena Sancho-Pereg dio vida a Susanna. Esta joven soprano española tiene un delicioso timbre juvenil, fresco, agradable de oír, aunque a veces la voz parezca una tanto ligera de más, pero logra una interpretación disfrutable. Además de su tierna voz, es una mujer bellísima, y también se defiende en el lado cómico; es pues en escena una Susanna ideal en lo actoral, representando a la bella y astuta criada. Hizo una dulce, encantadora y tierna versión de su famosa aria del acto cuarto Deh, vieni non tardar.
Indudablemente, la gran estrella de la noche fue Maite Beaumont como Cherubino, bellamente cantado, con una voz con un timbre aterciopelado, un volumen generoso, y una entrega tanto a nivel vocal como actoral, donde transmitió la inseguridad pero también la picardía del personaje.
Excelentes Gemma Coma-Alabert como Marcellina y Daniel Giulianini como Bartolo, en sus respectivas escenas y arias. Alexandra Flood fue una cumplidora Barbarina. Christophe Montaigne es un gran actor, pero tuvo que afear demasiado la voz para su personaje Don Basilio, aquí un viejo repulsivo, con un aire a ¡Liszt!, con lo que se vio más el lado de actor que de tenor. Muy bien Moisés Marín como Don Curzio y también Leonardo Galeazzi como Antonio.
Por último,el actor y bailarín Uli Kirsch fue uno de los más aplaudidos de la noche debido a su interpretación del ángel, que ya había estrenado en Salzburgo en 2006. Kirsch está relacionado con diversos montajes operísticos, como el de Muerte en Venecia por Willy Decker, o este mismo. Como este joven Cupido, Kirsch hace las delicias del público, con su agilidad (cómo se agarra de la barandilla de la escalera aun sabiendo que hay un vacío abajo), y su omnipresencia que muchas veces es cómica, sumado a su juvenil aspecto, hasta convertirse en el alma de esta producción.
El juvenil público ha disfrutado de lo lindo. Han reído, han disfrutado con la trama cómica (incluso en un momento tan sublime como Contessa, perdono, donde rieron por lo irónico de la situación) y han ovacionado con la misma euforia que un concierto. Hay esperanza entonces, no ya de que la juventud actual pueda disfrutar de la lírica, sino de ganarse para sustentar los teatros y producciones del futuro. Al menos, es lo que quiero creer. No pude asistir a la fiesta posterior, donde un dj, música moderna y copas coronaron la noche de los futuros y potenciales melómanos.
Mozart ha vuelto. La normalidad tan añorada ha vuelto. ¿Puede ser que haya vuelto entonces la felicidad? Al menos sí la que nos dan las tres horas y media de Las Bodas de Fígaro.
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