sábado, 11 de febrero de 2023

Pueblo chico, infierno grande: La Dolores en el Teatro de la Zarzuela.


Madrid, 10 de febrero de 2023.

A Tomás Bretón se le conoce por ser uno de los grandes autores de zarzuela. En el acervo popular, le debe su lugar a la obra cumbre del género chico: La Verbena de la Paloma. Sin embargo, Bretón no se mantuvo ajeno a la creación operistica ni al intento frustrado de crear una ópera nacional en nuestro país. Ya lo intentó con Los Amantes de Teruel, que se vio hasta en Viena, aunque no le acompañó el éxito, y lo hizo de nuevo con una ópera en la que incluyó tanto las tendencias musicales en boga por la época, como la música tradicional española, en este caso aragonesa.

Con La Dolores, Bretón se acercó al wagnerismo y al verismo, corrientes musicales, la segunda inevitablemente influenciada por la primera, que arrasaban en los teatros de la época. Si bien esta ópera  ha pasado a la historia por su famosa  jota del primer acto, representada en múltiples galas de zarzuela hasta el punto de que muchas veces se cree que pertenece al género, estilos wagnerianos y veristas se reconocen en la orquestación, o en las oberturas, especialmente el oscuro, denso y cautivador preludio del tercer acto. Esta ópera se estrenó por primera vez en el Teatro de la Zarzuela en 1895, y no se representaba sobre sus tablas desde ¡1937!. Por su dificultad, su programación, que debería ser frecuente por su potencial, es una auténtica rareza. La última vez que se vio en Madrid, lo hizo en el Teatro Real en el año 2004 (un servidor asistió a una de las funciones, con Ara Malikian como concertino de la orquesta), en una oscura producción, ambientada en los años de la Guerra Civil y la Posguerra, además de contar con la batuta de Antoni Ros Marbá y la soprano Elisabete Matos en el rol titular, y que fue grabada en DVD.

  

Ahora vuelve a Madrid con una producción nueva, firmada por Amelia Ochandiano, quien sitúa la acción en los años 40-50, no muy lejos de la producción de 2004, y que sigue siendo aún una época en la que se puede entender lo que ocurre en escena, y que posiblemente seguía ocurriendo en la realidad de entonces. Ochandiano despoja la obra de sus elementos folclóricos, dejando solo el drama y el ambiente opresivo rural en el que transcurre la obra original de José Feliú en la que se inspira esta ópera, y la propia leyenda de La Dolores de Calatayud, hasta no hace mucho, un tabú para los habitantes de esa ciudad aragonesa. A la hora de desnudar la tragedia y la injusticia a la que se somete a su protagonista, una mujer deshonrad y señalada, y envuelta en una relación tóxica con el villano responsable de esa deshonra, el escenario se muestra sin decorados, solo con una funcional estructura escénica, con escaleras, plataformas, aunque a la izquierda del escenario hay como una pequeña capilla. Son el vestuario de Jesús Ruiz, la coreografía de Miguel Ángel Berna y la iluminación de Juan Gómez Cornejo, los que le dan la ambientación que compensa la falta de decorado. Algo que por cierto, parece haber venido para quedarse en este teatro, habida cuenta de los últimos montajes que hemos tenido. 

   

Un telón con el nombre "Dolores" en rojo, recibe a los espectadores. Tras levantarse este, tres acróbatas, cada una enfundada en un vestido gigante, y moviendo unas cuerdas, como si hilaran el destino de esta mujer. Antes de terminar la obertura, estas señoras salen de sus vestidos ligeras de ropa, lo que le costó un abucheo de parte de un enfadado espectador (no se sabe si por incomodidad respecto del montaje, o por ve a mujeres casi desnudas en la obertura, lo que dio lugar a todo tipo de especulaciones) que rápidamente fue sepultado por las ovaciones del publico. Los bailes son sin duda el momento más esperado, y el más aplaudido de la noche. En el acto segundo predomina el rojo, y se recrea un coso taurino, aunque la corrida no se ve. El tercer acto es previsiblemente el más bello y expresivo a nivel escénico, empezando con unas danzas por las mismas acróbatas de la obertura, unidas ahora al cuerpo de baile y danzando una danza misteriosa, de pasión y muerte, que luego dará lugar a la misa. Cuando Dolores se queda sola, desciende una cama al escenario, reflejando la intimidad de su habitación. Al final, cuando tiene lugar la tragedia, las cabezas de los gigantes que estaban en el primer acto aparecen, al mismo tiempo que el coro, centrando toda la atención en Dolores, como si quisiera asentar definitivamente la copla que la calumniará por generaciones futuras. Mientras se baja el telón, Dolores y Lázaro se dan un último abrazo.

Guillermo García-Calvo dirige de manera notable a la Orquesta de la Comunidad de Madrid, titular del Teatro de la Zarzuela. No es una obra fácil, debido a la grande, compleja y rica orquestación, que pasa además por muchos estilos, teniendo una predominancia wagneriana y verista. En el Preludio, la jota y el preludio del segundo acto, tan bello pero con la audición del mismo perturbada por el público del teatro tan acostumbrado a hablar cuando se baja el telón aunque no suene la música, ya dio muestras de buen hacer. Pero no fue hasta el intenso, dramático, denso preludio del tercer acto, que recrea la noche, cuando la orquesta alcanzó su cénit, ya hasta el final de la obra. Los coros dirigidos por Antonio Fauró sonaron a un excelente nivel en la jota, así como el divertido coro de niños, que parece haber sido sacado del célebre coro infantil de la Carmen de Bizet. La Rondalla Lírica "Manuel Gil" acompañó en la jota y en todas las escenas de celebración, con un lucimiento en el primer acto.

Saioa Hernández lideró el reparto de forma indiscutible, adueñándose del rol en una noche de ópera claramente inolvidable. La gran soprano dio lecciones de musicalidad, de canto y de interpretación. Es el de Dolores un rol que requiere presencia escénica, algo que le sobra a Hernández. La voz tiene ese legato, ese bello timbre lírico-dramático y ese grave (que recuerda al de su maestra Caballé) que hacen las delicias del público, cuyo cénit alcanzó con la deliciosa romanza "Tarde salí cuitada" con la que se ganó una merecida ovación, y que continúo con el dúo con el tenor en el tercer acto, donde se vivieron momentos de ópera con mayúsculas.

Jorge De León como Lázaro cantó a plena voz, con su emisión  y su volumen potentes y desmesurados, aunque la voz ya da signos de madurez y la tesitura en algún momento le pasó factura, como en su romanza del segundo acto. Sin embargo, en el dúo con Dolores en el tercer acto estuvo a un gran nivel.

José Antonio López como el malvado y brutal Melchor supo transmitir lo terrorífico de su personaje, en una interpretación notable en lo vocal e intachable en lo actoral. Rubén Amoretti estuvo excelente como el militar Rojas, en una interpretación divertida del personaje. Igualmente Gerardo Bullón con su desternillante interpretación de Patricio, uno de los muchos pretendientes de la protagonista. María Luisa Corbacho como Gaspara, dio una interpretación digna, igual que Javier Tomé que fue un buen Celemín. Juan Noval Moro tiene un timbre fresco y juvenil y sabe cantar la jota, pero no estuvo exento de dificultades que en dificilísimo número, incluso a veces parecían sobrepasarlo.

Tras el éxito de las funciones iniciales, y posiblemente debido al entusiasmo de la jota, o el excelente reparto, todas las demás funciones se han saldado con un lleno total todos los días. Es por eso que uno mantiene que esta obra debería verse más seguido. Y que incluso en el siglo XXI, la ópera española sigue teniendo potencial en el público. 


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