8 de marzo de 2024.
En un día como hoy, Gerard Mortier (1943-2014) fallecía por los efectos devastadores de un cáncer de páncreas que le consumió en muy poco tiempo. De aquél triste 8 de marzo, han pasado ya diez años. Pero puedo decir que en mi vida lírica hay un antes y un después de la época en la que Mortier fue el director artístico del Teatro Real. Antes de 2010, le prestaba muy poca atención a las puestas en escena. Cuando se trataba de hablar de ellas en el foro “Una Noche en la Ópera”, me refería a ellas someramente y en último lugar. Con Mortier aprendí a referirme a ellas en primer lugar, a desgranar su contenido, a entender definitivamente que la dramaturgia era tan importante como lo musical. Y aunque quizá fuera consciente de ello anteriormente, también aprendí a que el arte no puede ser un mero entretenimiento o un mero rato de elevación con un momento espontáneo de belleza. El arte de alguna u otra manera refleja el sentir de la sociedad, el momento por el que pasa en el momento de componerse la obra en cuestión, y sobre todo, porque éste vive no solo de creación, sino también del debate que genera.
En el año 2009, Gerard Mortier terminaba su andadura en la Ópera de París. Según lo previsto, tendría que haber comenzado una nueva etapa en la New York City Opera. Pero recayó en el Teatro Real. En aquél entonces, el Teatro Real, con tan solo doce años desde su reapertura, pasaba un momento de cambio en su repertorio. La gestión de Antonio Moral había cambiado el mismo, con óperas de Janacek (bajo Moral se terminaron de ver todas las óperas de este autor en Madrid), la trilogía de Claudio Monteverdi, y óperas temáticas, como la temporada dedicada a Orfeo en 2008, con el Orfeo de Krenek, o a Wozzeck, con el de Gurlitt. Jesús López-Cobos, especializado en repertorio alemán, era el director musical de la Orquesta del Teatro Real.
¿Pero quién era Gerard Mortier? Nacido en Gante, Bélgica, en 1943, estudió Derecho y Comunicación, pero siguió una carrera dedicada al arte. En los años 60, asistió al nacimiento del regietheater y la revolución escénica en Alemania, país al que estuvo vinculado artísticamente. Asistente del mítico director de la Ópera de París en los años 70, Rolf Liebermann, fue testigo de la gestación y estreno de la única y monumental ópera de Olivier Messiaen, Saint François d’Assise, de la que sería uno de sus grandes valedores. En los años 80 fue director de la ópera de la Monnaie de Bruselas, que convirtió en un teatro de vanguardia, y sustituyó a Herbert von Karajan como director del Festival de Salzburgo, cuya identidad transformó radicalmente entre 1989 y 2001. Entre 2002 y 2004 fue director de la modernísima Ruhrtriennale de Bochum, de la que saldrían impactantes producciones como La Flauta Mágica dirigida por La Fura dels Baus, compañía cuyo potencial operístico él descubrió, y finalmente entre 2004 y 2008, dirigió la ópera de París.
Amante de la vanguardia, del debate, y de la provocación en escena para generar dicho debate y reflexión, y un completo intelectual, la polémica le siguió por todos los teatros que dirigió. Y hemos de reconocer, que en parte fue por su dialéctica directa, agresiva, que buscaba la polémica y que no siempre fue atinada: que Rossini y Bellini eran compositores de segunda, o que los cantantes españoles cantaban Verdi como Puccini, sus poco amables palabras sobre Jesús López-Cobos, del que dijo que hubo que echarle, entre otras opiniones que poco popular le hicieron.
Y para bien o para mal, con Mortier cambió la imagen del Teatro Real: sus producciones tenían un costo muy elevado, algo arriesgado en una época de crisis como lo fue la de 2008 en España, que fue intensa en los años en los que Mortier estuvo al frente del Real; y aunque bajó el número de abonados y las localidades se fueron encareciendo paulatinamente, también subió la edad de descuento de último minuto para jóvenes de 26 a 30 años. Cierto es que el programa del Teatro Real en los primeros años pasó de convertirse de un librillo a una simple hoja, aunque con el tiempo tomó prácticamente el formato que tiene actualmente, con artículos y con las biografías de los cantantes. Con el tiempo, se editó una revista, llamada “La Revista del Real”, en la que se incluían interesantes artículos. Aunque ya existían conferencias previas a cada espectáculo, en su mandato empezaron los “Enfoques”, encuentros de los responsables de la producción con el público, con un acompañamiento musical. Durante su etapa, no hubo un director musical titular, pero trajo a los directores de orquesta que habitualmente colaboraban con él, cuyo nivel pasaba del notable (Cambreling, Engel) al excelente (Haenchen, Currentzis, Piollet, Metzmacher), y el nivel de la orquesta mejoró. Bajo su mandato, Andrés Máspero llegó a dirigir el nuevo Coro del Teatro Real, al que llevó al excelso nivel que tiene ahora. Riccardo Muti dirigió durante unas temporadas un par de títulos, aunque con una orquesta diferente.
Ciertamente fue un desatino que no trajese a grandes voces, algo que todo público de ópera quiere ver en escena, aunque algunas pocas primeras figuras como Gruberova, Flórez, Westbroek, Polaski, Domingo (el divo del público, quien tenía carta blanca), Von Otter, Whillard White, Kwagnchul Youn o Urmana, trayendo con él a artistas que habían trabajado con él en París y Salzburgo, destacables en algunos repertorios más que otros como Angela Denoke, Christine Schäfer, Anatoli Kotcherga, Nadja Michael, Measha Brueggergosman, Michael König (que evolucionó sin embargo de un nivel mediocre a uno decente), Paul Groves, entre otros. Si bien no faltaron descubrimientos como Dmitry Ulyanov, excelente bajo, Ekaterina Gubanova, Julia Gertseva, Juliana di Giacomo, Dimitris Tiliakos, Samuel Youn, entre otros.
En cuanto a puestas en escena, vinieron con él excelentes directores como Robert Wilson, Peter Sellars, el matrimonio Hermann, y sus habituales, los transgresores Krzystof Warlikowski y Dmitri Tcherniakov, descubrimientos agradables como Lukas Hemleb, y otros cuyas propuestas no cuajaron como las de Christoph Marthaler y Johan Simons. Pero en cualquier caso, todos ellos formaban parte de la máquina polémica y vanguardista de Mortier.
El Teatro Real no era desconocido cuando Mortier llegó, ya que desde su reapertura en 1997 ha contado con excelentes producciones a nivel internacional, así como grandes voces, aunque no todas las de primer orden. Y ciertamente, se hacían DVDs. Sin embargo, durante su mandato aumentó la presencia internacional del Teatro Real, y quizá por eso su marcha en 2013 fue bastante sonada.
Tendría para muchas entradas si hablara de su gestión, de los pros y los contras, algunos de ellos aquí expuestos. Por no hablar de las circunstancias que rodearon su cese del Real y las enormes críticas que vinieron desde los medios culturales del extranjero y las de muchos aficionados extranjeros en las redes sociales. O de la gestión del teatro mismo, que no fue solo responsabilidad suya, y que además supuso mucho gasto en una época que no invitaba a ello. Mi intención en este homenaje personal se ciñe a lo meramente artístico, hablar de las producciones que vimos durante los tres años que duró su mandato frente al Teatro Real, hasta que la enfermedad y la muerte truncaron el proyecto.
PRIMERA TEMPORADA 2010-2011
La primera temporada comenzó, con una producción invitada, que ya había invitado en París, la producción de Dimitri Tcherniakov de Eugenio Onegin, de Tchaikovsky, procedente del Teatro Bolshoi de Moscú, cuando el regista ruso empezaba su gran carrera, escandalizando al público moscovita, que había crecido con la antigua producción de los años 40 a la que sustituía. Tcherniakov, fiel a su estilo, ambienta toda la obra en un interior, un salón de una gran mansión de campo. La escena de la carta transcurría en el mismo salón, presidido por una inmensa mesa ovalada sobre la cual Tatiana canta su gran aria e irrumpe la tormenta. Lenski era un tonto del que todos se aprovechaban, Onegin un señor rural tosco, y durante la escena de la gran fiesta Lenski interpretaba la canción de Triquet. En la Polonesa, se veía un lujoso salón en el que todos ignoraban al protagonista. Hubo dos repartos, el primero con excelentes voces como la de Mariusz Kwecien, Tatiana Monogarova y Alexei Dolgov, y el segundo más discreto con Vladislav Sulimsky, Ekaterina Scherbachenko y Andrew Goodwin, este último un tenor bastante mediocre. Sin embargo el punto más flojo vino con el Coro y la orquesta del Bolshoi, dirigidos insulsamente por Dimitri Jurowski, en una prestación decepcionante.
El primer gran éxito, y sello de la era Mortier, vendría con “Auge y Caída de la Ciudad de Mahagonny”, de Kurt Weill, en una producción de La Fura dels Baus, un montaje espectacular, en el que la podredumbre de la sociedad de consumo, pilar de Mahagonny, se mostró en toda su crudeza: suciedad, ruinas, y unas escenas de decadencia grotescas: inolvidables los coros centrales del segundo acto, con una repulsiva comida, que mata de empacho a Jack, luego la coreografía pornográfica en la escena del amor. El final, con los lemas ultracapitalistas y en enormes pancartas, con la ciudad en ruinas cerraron un espectáculo memorable. La ópera se cantó en inglés, y la Orquesta y Coro fueron dirigidos magistralmente por Pablo Heras-Casado, con un reparto de veteranos como Willard White, Jane Henschel, habituales de Mortier, el excelente John Easterlin como Jack, una emergente Measha Brueggergosman, como Jenny, aunque no desbordante de volumen, y un Michael König con un Jim que no era nada prometedor. Poco tiempo después, Angela Denoke cantó en un accidentado recital amplificado de canciones de cabaret.
A Mahagonny le siguió “La Vuelta de Tuerca” de Benjamin Britten, en una versión clásica, dirigida en lo escénico por David McVicar, con Josep Pons en el foso y con la gran Emma Bell como la Gobernanta. Al Britten le siguió un Strauss: El Caballero de la Rosa, en una producción que Herbert Wernicke había dirigido en Salzburgo, una producción conservadora, aunque ambientando la obra en los años 50, cuyo final es memorable, ya que se veían espejos que reflejaban al público. La orquesta del Teatro Real fue dirigida por el mítico Jeffrey Tate, con un terceto protagonista formado por Anne Schwanewilms, Joyce Di Donato y Ofelia Sala.
En enero de 2011, Plácido Domingo cumplía 70 años, y se le hizo un concierto homenaje en el Teatro Real, además de que también intervino en la producción de Robert Carsen de Ifigenia en Tauride, de Glück, en un excelente montaje minimalista, y en la batuta estuvo Thomas Hengelbrock quien logró una dirección orquestal fabulosa. En febrero de 2011 se vio el estreno mundial de “La Página en Blanco”, de Pilar Jurado, quien protagonizaba la obra. Un thriller atonal, en el que a modo de guiño, uno de los personajes de la ópera se llamaba Gérard Musy. También se vio una versión en concierto de Los Hugonotes, de Meyerbeer con Eric Cutler, Julianna di Giacomo, Annick Massis y Dimitris Tiliakos, dirigida por Renato Palumbo. Los recitales de grandes voces del Real fueron sustituídos por “Las Noches del Real”, un ciclo de conciertos sinfónicos, vocales o de solistas. Como rareza, vino la cantante siria Waed Bohassoun, pero en ellos se produjo el debut de Sylvain Cambreling en el Real, dirigiendo una potente versión del Erwartung de Schönberg con Deborah Polaski. En marzo y abril se vio el Werther de Massenet, en una bella producción onírica de Willy Decker, protagonizada por José Bros y Sophie Koch, dirigidos por Emmanuel Villaume.
En mayo se vio una de las óperas polacas más famosas, El Rey Roger, de Karol Szymanowski, en un montaje que se había visto en la temporada de despedida de Mortier de la Ópera de París, a cargo de Krszystof Warlikowski. Esta ópera, que tiene por protagonista a Roger II de Sicilia, tiene una notable inspiración homoerótica, y pagana, ya que por medio de un personaje místico, Roger termina rindiendo culto al Sol. Y el montaje no fue menos homoerótico: el impresionante coro inicial tiene lugar mientras transcurre una proyección de la película Flesh, de Andy Warhol, con imágenes del protagonista, Joe Dalessandro, en paños menores. Una piscina y una iluminación roja presidían el escenario, el pastor era un líder hippy, y en el acto final, un grupo de figurantes con caretas de Mickey Mouse recorrían el escenario. La salida del sol, con el protagonista en calzoncillos, era anunciada por la palabra Sun en luces de neón. La orquesta contó con el gran Paul Daniel, y Mariusz Kwecien en el rol protagonista, ambos excelentes. En junio, fue el turno de Las Bodas de Fígaro, en el montaje clásico de Emilio Sagi, estrenado en 2009, y con un reparto discreto, aunque contó con el mítico Carlos Chausson como Bartolo.
En julio venía el plato fuerte de la temporada, una de las últimas grandes óperas del siglo XX, posiblemente la última grande en lengua francesa, de duración wagneriana y de música tan apoteósica como dura, y que tanta polémica generó entre el público más conservador y tan esperada por otros tantos melómanos: la monumental San Francisco de Asís, de Olivier Messiaen. Mortier había sido su gran valedor, desde su mismo estreno en 1983, y que programó en Salzburgo en 1992, consagrándola definitivamente en la escena lírica, y posteriormente en la Ruhrtriennale en 2003 y en París en 2004. Aunque en España se estrenó en concierto en 1986 en el mismo Teatro Real cuando era sala de conciertos, aún no se había estrenado escénicamente. ¿Estaría el público del Real preparado, cuando para estas alturas ya estaba harto de este hombre? Estando ante una de las óperas más largas del repertorio operístico, fue sin duda un éxito artístico, pero no tanto de público. Y la razón tuvo que ver una vez más con la escena: para su presentación en la temporada de abono en el Teatro Real, Mortier apostó por la dirección escénica de Giuseppe Frigeni, con una instalación de Emilia e Ilya Kabakov, que constaba de una enorme cúpula cuyas luces cambiaban de color. Tal infraestructura no cabía en el escenario (por otro lado inmenso) del Teatro Real, por lo que se anunció que se haría en la Caja Mágica. Hacia la primavera de 2011, la dificultad del recinto deportivo resultó incompatible con la comodidad de los espectadores, por lo que el recinto definitivo fue el Madrid Arena en la Casa de Campo. En foros y redes sociales, el recelo era inmenso ante una obra tan larga y dura. La estructura del Madrid Arena además ampliaba el número de localidades disponibles, por lo que al final quedaron muchas sin vender. El Real se implicó a nivel publicitario, creando una página web de introducción a la obra, la prensa seguía la preparación del montaje. Finalmente llegaron las cinco funciones. Al estreno asistieron, entre otros, el entonces alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón y la Reina Sofía. La respuesta del público fue, por decirlo de algún modo, diversa: mucha gente se iba al final de cada escena. Sin embargo, los que se quedaron aplaudieron y disfrutaron entusiasmados, sabiendo que asistían a un evento que sucedía una vez en la vida.
El principal elemento del montaje era la inmensa cúpula, en torno a la cual había una pasarela sobre la que pasaban los cantantes. A la derecha, una enorme jaula, con pájaros reales para la larguísima escena sexta, y a la izquierda, por una de las entradas, aparecía el ángel, tan importante en la trama. A medida que transcurría la obra, la cúpula cambiaba de color, un color azul en la escena del leproso, violeta en la escena quinta, la del magnífico solo de Ondas Martenot, roja para los estigmas, y blanca para la apoteosis final. La orquesta y el coro estaban situados tras la pasarela y la cúpula. Debido a las enormes dimensiones del recinto, la amplificación fue necesaria, pero no molesta. La Orquesta SWR Baden-Baden Freiburg fue, junto al Coro del Teatro Real, reforzado con el Coro de la Comunidad Valenciana, la encargada de acometer tal partitura. La dirección de Sylvain Cambreling fue magistral. El reparto contó con Alejandro Marco-Buhrmester y Vincent Lé Texier en el rol de San Francisco, Camilla Tilling como el Ángel, Michael König como el Leproso, Gerhard Siegel como el Hermano Elías y Victor von Halem como el Hermano Bernardo. Mejor servida no pudo estar. Sin embargo, no puedo evitar pensar en si el montaje realmente no fue un desatino, en primer lugar por las extremas condiciones en que se presentó la obra, que ya predisponían al público en contra, porque además hubo dos descansos largos, incluido uno de una hora en la que en principio estaba anunciado que se ofrecería una cena, que finalmente no se ofreció; dichos descansos alargaron la duración del espectáculo a seis horas, y la situación aislada del recinto hizo que el Teatro Real ofreciera un autobús que llevara a los espectadores hasta la estación del metro Lago. También porque sacar esta obra del Teatro Real, con su excelente acústica, perjudicó la presentación de esta obra, que se merecía el honor de sonar en el regio teatro, y no en un distante estadio. En cualquier caso, el estreno escénico en España de esta ópera era algo necesario para la historia musical del país, y estas funciones fueron históricas para la lírica en Madrid. Esa era la sensación del público que la disfrutó, e incluso se considera como uno de los principales, sino el principal hito de Mortier durante su labor artística en la capital; y posiblemente solo Mortier hubiera podido traerla a España, y sin él posiblemente se habría convertido en un sueño irrealizable el verla aquí, al menos durante mucho tiempo.
La primera temporada de Mortier se cerró con funciones de Tosca, algunas alternándose con San Francisco de Asís, en el clásico montaje de Nuria Espert, que si bien alegró al público más conservador, no agotó entradas. Hubo dos repartos, uno con Violeta Urmana, Marco Berti, Lado Ataneli y el segundo, con una joven Sondra Radvanovsky en el rol titular y Jorge de León, ambos en la plenitud de sus carreras, y con George Gagnidze, todos bajo la batuta de Renato Palumbo, en unas funciones de notable nivel.
Próximamente, hablaremos de la temporada 2011-2012, la más protestada de su mandato y la más peculiar de la historia del Teatro Real desde su reapertura.
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