El desafío era enorme. Veinte años después del Oro de Schenk, el Met era otro totalmente distinto al de los años 90. La tecnología ya ha sustituido al cartón piedra, las producciones modernas asomaban poco a poco e incluso la realización de vídeos es completamente distinta, presentada por los propios cantantes.
Toda la producción gira entorno a una enorme máquina o plataforma elevada que tiene un aspecto de piano, cuyas teclas se van moviendo para dar forma al escenario según convenga al drama. Sobre la misma se proyectan imágenes de rocas de río, fuego, nubes o rocas, andan los dioses y los gigantes, o se deslizan sobre ellos. Uno de los mejores momentos del espectáculo tiene lugar en las transiciones de escena, de la segunda a la tercera y de la tercera a la cuarta, con los dioses caminando sobre la plataforma a la hora de entrar y salir del Nibelheim. Y lo mismo a la hora de recrear la entrada de los dioses al Walhalla, elevándose a través de ella hacia las alturas (aunque se intuya que lo hacen sujetados por arneses). El vestuario es tradicional, pero además incluye efectos especiales como que las manos de Loge se iluminen, dando la idea de que son llamas, los corazones de los dioses resplandezcan y se oscurezcan, como envejeciendo muy rápido, o que cuando Loge está suspendido en la plataforma, ésta se ilumine de rojo. La dirección de actores está más trabajada, viéndose por ejemplo más ternura de Fricka hacia su esposo, o la expresividad más trabajada en los gigantes o las hijas del Rin. Todo esto permite crear unos efectos especiales más fieles a las acotaciones gracias a la tecnología, cosa que en época de Wagner eran irrealizables, y sólo podían estar en la imaginación del maestro o del espectador.
Y sin embargo, pese a los logros, la sombra de la producción de Otto Schenk es muy alargada. Primero porque pese a los efectos especiales mencionados y la espectacularidad de sus logros, la omnipresencia de la máquina plataforma quita belleza al ambiente. En el segundo acto uno agradece que los dioses se eleven gracias a ella, pero muchas veces vemos una máquina artificial con aspecto de piano sobre la que se proyectan cosas. Nada que ver con la bella fortaleza de piedra amenazante que se alzaba sobre el escenario, el bello arcoiris del final, o el fondo del Rin con esa roca cuya cima brillaba pero que se sentía uno en el fondo del río o ese cavernoso Nibelheim. No quiero desmerecer la producción, y creo que una se complementa con la otra, pero a veces se echa en falta la belleza de esos decorados que daban la sensación de estar en esos fantásticos lugares mitológicos.
Eric Owens como Alberich.
James Levine vuelve a estar al frente de la orquesta del Met, pero sólo en el prólogo, ya que el resto de la tetralogía lo dirigirá Fabio Luisi. Su maestría en Wagner sigue igual que hace veinte años, aunque quizá ahora sea un poco más lento. Excelente en la primera escena, de nuevo en la entrada de los gigantes y al final.
La sombra del reparto de 1990 es incluso más alargada que la de la puesta en escena, pero el reparto igualmente es muy bueno para lo que hoy vemos por los teatros.
Bryn Terfel es un Wotan tosco, rudo, aunque cabe esperarse esto de un primitivo dios nórdico. Aunque vocalmente al principio no me agradó mucho, mejoró mucho conforme transcurría la velada.
Stephanie Blythe es una Fricka tierna y sensible aunque de apariencia matronil, y muy bien cantada. Richard Croft es un Loge atípico. No canta en la línea de heldentenores en declive como Jerusalem, pero tampoco lo hace en la de tenores de carácter en forma como Zednik. Su Loge está bellamente cantado, lo que a veces hace que uno no se crea lo canalla del personaje de no ser porque vemos su impecable actuación. Eric Owens tiene una gran voz de bajo profundo. Pero al principio no termina de aprovechar ese material en aras de una interpretación creíble de Alberich. En la primera escena resulta bastante frío, pero a partir de la tercera escena cambia, y llega a su cénit en la maldición final, conde está espléndido. Gerhard Siegel es un Mime excelente, aunque al principio un poco deslucido. Los gigantes son bajos de raza, pero Franz Josef-Selig es un Fasolt excelente e igualmente Hans Peter-König como Fafner, aunque no sean Rootering ni Salminen. Los dioses están muy bien interpretados, por el veterano Dwayne Croft como Donner, y Wendy Bryn Harmer y Adam Diegel como Freia y Froh, tan apropiados vocal como físicamente para sus personajes. Patricia Bardon interpreta a Erda: muy bien cantada, pero la voz no tiene los graves requeridos para el personaje; quizá porque su voz es más adecuada al repertorio barroco (donde tantos éxitos ha tenido) que para la diosa de la tierra que pide una voz de ultratumba. Por último, las hijas del Rin tienen un buen nivel vocal y consiguen salir airosas de su difícil movimiento por la plataforma. La Lucia di Lammermoor de nuestros días, Lisette Oropesa (cuyas caras de sorpresa en el reportaje del "making of" de esta producción al ver la plataforma y el arnés que la van a sujetar son dignas de ver) es una dulce Woglinde, Jennifer Johnson es una buena Wellgunde pero la mejor hija del Rin es la bella Tamara Mumford como Flosshilde, excelente cantante y con un físico espectacular.
Una producción espectacular y disfrutable, con tecnología del siglo XXI para recrear una de las más difíciles óperas de escenificar. El Oro del Rin es un reto para el teatro que decida montarla, y esta vez el Met supera el reto como solo este teatro es capaz. Aunque uno termina acordándose de Otto Schenk, ya quisiéramos ver este montaje por Bayreuth, Berlín o incluso Madrid.