Después de la apoteosis del Anillo de Boulez-Chéreau, me he adentrado en el otro gran Anillo en vídeo filmado en Bayreuth, y para muchos el último grande: el que Daniel Barenboim y Harry Kupfer dirigieron entre 1988 y 1992 en Bayreuth. Tras el estrepitoso fracaso del Anillo de Solti y Peter Hall en 1983 en Bayreuth, Wolfgang Wagner recurrió a uno de los directores de escena más en boga de aquellos años en Alemania: Harry Kupfer, procedente de Alemania del Este. Kupfer ya había dirigido con éxito un Holandés Errante en este mismo escenario, aunque ese éxito no fue correspondido en el lado musical. Hubo grandes expectativas, pero como es habitual en el Festspielhaus, el primer año se saldó con un enorme abucheo, y supuso una decepción para muchos. Hoy en día, al igual que el de Chéreau, es considerado un clásico, e incluso mejor actuado que el del francés.
Aunque se filmó en 1991 y 1992, este Anillo es hijo de los años 80. En aquellos años la polución en muchas ciudades, el agitado y próximo fin de la Guerra Fría, la pobreza surgida por la recesión económica, y el desastre de Chernobyl de 1986, fueron posibles ideas para la concepción de esta producción, la cual sitúa la acción en un mundo destrozado por la contaminación y la guerra atómica, en una era post-apocalíptica (algo recurrente en Wagner, pensemos en nuestro Anillo del Real). Y no solo la temática: la estética de los personajes es ochentera, especialmente en El Oro del Rin, con un Loge muy parecido a David Bowie, unos nibelungos mineros, con Mime convertido ahora en un orfebre irritado y con bata blanca, y unos dioses si bien vestidos con trajes, totalmente desprovistos de clase. Las hijas del Rin, con sus peinados y sus trajes gimnásticos parecen estar sacadas de musicales como Cats, Fama o Dirty Dancing, aunque también parecen unas desarrapadas que malviven en el contaminado río verde. Es este un Anillo que recurre a la tecnología de su época, con deslumbrantes infraestructuras, como el Nibelheim o el bosque-fábrica, e iluminación de rayos laser, y el primero en Bayreuth que rompe completamente con una estética clásica.
Todo el ciclo transcurre sobre una misma plataforma escénica, a la que se ha llamado "Autopista de la vida", en la cual transcurre toda la acción. Antes de que empiece la obra, hay un breve prólogo: un grupo de personas, en absoluto silencio, mira a un cadáver, en lo que parece ser los restos de una catástrofe, representada por una nube de humo en el centro del escenario. Frederic Spotts se plantea que puede ser la conclusión de un terrible drama anterior a este. Otros, que son la humanidad contemplando el fin del mundo, algo que volveremos a ver en el Ocaso. Incluso podría tratarse de los mismos que al final del Anillo de Chéreau miraban al escenario, y ahora entrados en años, pasan el testigo a la siguiente generación.
Acto seguido, comienza El Oro del Rin. Unas luces geométricas de color verde, empiezan a invadir el escenario mientras tiene lugar el preludio, lo que sugiere al Rin como un río contaminado por residuos tóxicos. En él vemos jugar a las hijas del Rin, y además estas luces las hacen desaparecer cuando de sumergirse en el agua se trata, todo un mágico efecto. Y del mismo modo, cuando amanece y brilla el oro del Rin, del suelo emerge una luz amarilla y resplandeciente. El segundo cuadro muestra el escenario casi desnudo, a excepción de una enorme plataforma que desciende en medio del escenario, que es el Walhalla, y que al final de la obra se iluminará con los colores del arco íris. Los dioses entran todos juntos, con sus maletas (transparentes), para instalarse allí. Los gigantes son los más altos jamás vistos en el festival, parecidos a los de Chéreau. El Nibelheim es una enorme infraestructura de color verde, una especie de grúa en la que se desciende a una mina de la que los Nibelungos, caracterizados como robots, según Spotts, extraen el Oro y Mime le da forma. A este Nibelheim no se desciende, sino que se asciende. Erda emerge del suelo y solo se le ve medio cuerpo, aunque su estética recuerda a los años 20 ó 30, como si fuese descendiente de la del Anillo francés, que terminaba en esta época, como si advirtiese de esos peligros a los dioses de esta generación. Al final, los dioses entran en el Walhalla y ascienden saludando al público.
En La Valquiria, la producción se supera. La dirección escénica de Harry Kupfer sigue situando la acción en un mundo moderno y distópico a la vez, con la autopista de la vida, como escenario central. En una ópera con los sentimientos como centro, Kupfer a partir del acto segundo desprovee de escenografía al máximo posible, dejando la actuación y la iluminación como principal atrezzo escénico, logrando un profundo retrato de los personajes. Y al mismo tiempo no renuncia a la espectacularidad y al impacto visual. El primer acto está presidido por un enorme tronco, e irrumpen truenos, al son de la música. Siegmund aparece de las tinieblas huyendo, y el escenario se levanta para mostrar una moderna y minimalista casa. Sieglinde viste de negro y se cubre el pelo con un velo, muestra de la rigidez de su matrimonio. Hunding aparece en toda su brutal esencia, aunque impecablemente vestido. La casa desaparece cuando los amantes cantan su famoso dúo, quedándose solo con su pasión. El segundo acto está desprovisto de decorado alguno, con el escenario desnudo, solo presidido por la carretera de la vida. Wotan y Brunilda pelean jugando, como los dos guerreros que son, vestidos de riguroso cuero negro, muestra del clan al que pertenecen. Igualmente Fricka es una esposa vestida elegantemente de negro. A mitad del acto, se abre una grieta en el escenario del que emerge una luz blanca, de donde Brunilda emergerá para a anunciar a Siegmund que debe seguirla a la muerte, y por donde huirá Brunilda con Sieglunde tras la batalla. Kupfer muestra el dolor de Wotan por la muerte de Sigfrido, pero sin dejar la autoridad y la violencia. Si el Wotan de Chéreau es un cínico inteligente y elegante, el de Kupfer esconde un corazón atormentado y tierno bajo su temible y violenta apariencia, capaz de mostrar sus sentimientos a quienes más confía. El tercer acto es el más potente de todos, y cuya excelencia mantiene al espectador pegado al asiento, en una hora y cuarto de intensidad visual, dramática y musical, dejando una sensación de impacto y al mismo tiempo de empatía por la historia de los personajes. La cabalgata de las valquirias empieza con unas carretas llevando todos los cadáveres de los héroes que recogen las valquirias, mientras estas descienden por una pasarela. La escena de Wotan y Brunilda es la cima de este acto, ya que asistimos a la reconciliación de un padre y su hija antes de despedirse para siempre, en la que Wotan pasa de la furia a desnudar su alma y a perdonar a su hija. El cómo ambos personajes miran al escenario, se abrazan, y caen al suelo en el clímax orquestal antes de la despedida final de Wotan ablanda hasta el más duro corazón. El final es un despliegue de luces (por algo llaman a este Anillo el "Anillo láser" de neón, y unas luces rojas forman un cuadrado, el fuego mágico, entorno a la dormida Brunilda, aquí aún con casco y escudo. Una maravillosa versión, con el mejor tercer acto jamás filmado en la colina verde, en la que acción e iluminación son más que suficientes, para convertir en bello algo que puede parecer feo a primera vista.
Viendo el Sigfrido, uno se pregunta si no fue el primero en ambientar esta obra en ciertos lugares que hoy en día son recurrentes a la hora de escenificarla. Y es que el primer acto ambienta la acción en una caravana, y el segundo en una fábrica en ruinas, como si hubiese habido una explosión atómica (una clara alusión al desastre de Chernobyl), con Fafner convertido ahora en una máquina con tentáculos. Por no hablar de ambientar esta obra en un mundo contaminado y postapocalíptico. Y sumado a la cuidada dramaturgia, se convierte en una gran producción. El primer acto tiene lugar en una caravana en ruinas, en la que viven Mime y Siegfried. Durante el preludio, Alberich, Mime y Wotan hacen guardia. Mime es un freak con gafas y neurótico, quien además corre y salta por todo el escenario. Siegfried aparece vestido con un mono azul industrial, como si viniese del trabajo. En el primer acto, pese a su fealdad hay fidelidad al libreto, pues Sigfrido forja su espada y parte el yunque. El acto segundo ya es otra cosa muy distinta. No hay bosque, es un lugar en ruinas, que invita a creer que se trata de una nave industrial que ha sufrido una explosión. Alberich sale de una gruta, mientras que Wotan vigila desde lo alto. En los murmullos del bosque, Wotan se saca al pajarillo del bolsillo y vuela hasta Sigfrido. También mientras este toca el cuerno, Wotan le responde, pero en ningún momento su nieto se percata de su presencia. Fafner se manifiesta primero como unas luces verdes, pero en la lucha con el héroe aparecen unos tentáculos de metal, y un juego de luces, en la que posiblemente sea la más impactante recreación de esta escena, aunque luego recupera su aspecto original al morir. El tercer acto muestra el escenario desnudo, de nuevo ambienta la acción en la carretera de la vida. La llegada de Wotan viene acompañada por truenos, y Erda, aparece ahora avejentada, y el suelo se levanta en sus apariciones. El enfrentamiento entre Wotan y Siegfried está acompañado de luces láser azul, hasta que se ilumina de rojo. Finalmente, cuando llega Sigfrido a la roca, el escenario está desnudo. Aunque ello, sumado a la oscuridad del montaje, puede dar la impresión de que resulta lóbrego y triste, pero la pasión, la ternura con la que se comunican los amantes, en un excelente trabajo teatral no solo llena la ausencia de decorados sino que le da una gran belleza a la escena.
Del Ocaso de los Dioses, puede decirse que esta es la más espectacular de las puestas en escena de este Anillo, en la que Harry Kupfer finaliza, a lo grande, la gran caída del mundo creado por los dioses. La omnipresente carretera de la vida llega a su fin, con una enorme aspa al fondo de la escena, rodeada por enormes paneles. Kupfer trata en su puesta en escena de los devastadores efectos de la contaminación nuclear. Lo urbano impregna el montaje: en el prólogo, las Nornas hilan y tensan el hilo del destino en medio de un campo de antenas de televisión. Mientras, en los paneles, se proyectan imágenes de árboles del bosque. La roca de las valquirias emerge del escenario, siendo ahora el refugio, la cueva donde viven Sigfrido y Brunilda. El viaje por el Rin lo hace el héroe arrastrando a un enorme Grane con ruedas, por el familiar río de rayos laser verdes. Las escenas de los Gibichungos transcurren con el escenario vacío, pero en los paneles se proyectan cientos de luces pequeñas, lo que da la sensación de que están rodeados de rascacielos de la ciudad sobre la que ejercen el poder. En el segundo acto, una enorme escalinata domina la escena, y el coro está vestido con uniformes azules de fábricas. En el primer cuadro del tercer acto, aparece una especie de nave, presa, por la que se escurren las hijas del Rin, en medio del río verde. Durante la marcha fúnebre, se abre un foso en medio del escenario, y Wotan aparece para tirar en él su lanza rota. Brunilda aparece entonces, y juntos velan al héroe muerto. En la conclusión orquestal, Kupfer logra una escena animada como emocionante: Brunilda se arroja al foso donde está el cuerpo de su amado, todo se llena de humo y las luces anaranjadas sugieren el fuego del Walhalla y del palacio de los Gibichungos, mientras todos corren despavoridos. Luego aparece el Rin verde, en el que las ondinas ahogan a Hagen a la vista de un impotente Alberich. Luego aparece el pueblo, instalando televisores en el escenario, desde los que ven la destrucción del mundo, a camino entre el frívolo placer y la apatía. De repente, un niño elegantemente vestido, y una niña ajena a la catástrofe, se unen y caminan hacia adelante, mientras el telón cae, ocultando al pueblo, al cadáver de Gunther (todos colocados en la misma posición que al principio del Oro), para dejar a Alberich totalmente solo. Es el momento de un nuevo ciclo que protagonizará una nueva generación, que repetirá la historia.
La dirección de actores vuelve a ser uno de los puntos fuertes del montaje: vemos a Gunther como el típico llorica cobarde, más repugnante que en el montaje de Chéreau, y a su hermana Gutrune, aquí caracterizada como Marilyn Monroe o Jean Harlow, representando ellos el grado de estupidez a la que la vida moderna ha reducido a las clases altas. Hagen, sin embargo, pese a estar caracterizado como un matón vestido de cuero, no resulta nada amenazante, sino intrigante, pero sin la suficiente fuerza escénica. De nuevo la función recae en Brunilda, a la que vemos frágil, vulnerable, furiosa, pero también tierna e incluso compasiva con Gutrune al final.
Daniel Barenboim fue el más grande director orquestal en Bayreuth en los 80 y los 90, junto a Giuseppe Sinopoli. Su interpretación, a diferencia de la de Boulez, es más épica, más espectacular, y más cercano a la gran tradición, aunque sin perderse en la grandeza. En El Oro del Rin, l preludio es de una enorme belleza y espectacularidad, y en toda la obra se mantiene en esta impactante línea, brillando por sí misma más que adaptándose al montaje, que también. Aunque hay que reconocer que también se benefició de la ingeniería de sonido, aunque en las grabaciones en CD, el sonido es a veces un poco reverberante y metálico. En La Valquiria, sigue con su excelente dirección orquestal, desde las cuerdas, dinámicas en el primer acto, tiernas en la gran escena final, hasta los metales imponentes, aunque a estos les afecta la perfección de la ingeniería de sonido, al hacer que parecen de estudio y no del foso del teatro. El tercer acto es realmente espectacular, con la orquesta dirigiendo de forma majestuosa y al mismo tiempo profunda, solemne. En Sigfrido, se supera a sí mismo y logra una dirección espectacular y electrizante. El metal tiene muchos momentos de lucimiento en esta obra y aquí consigue sobresalir. A él se le debe la más larga pero al mismo tiempo la más sobrecogedora interpretación del sombrío preludio del segundo acto, manteniendo este nivel en el resto del mismo. El tercer acto es el cénit: empieza con un impactante preludio, para luego seguir en esa línea, tanto cuando Sigfrido cruza el fuego, como en toda la gran escena final. En El Ocaso de los Dioses, dirige excelentemente la orquesta, pero sin llegar al nivel excelso del Sigfrido. Su dirección es más dramática que dinámica, más oscura que épica, más contenida que exultante, aunque logra momentos excelsos como el Viaje de Sigfrido por el Rin, o el siniestro preludio del segundo acto,y del mismo modo la conclusión del mismo es espectacular. Más bello y melancólico es el preludio del tercer acto, de tempi más lentos, recreándose en la nostalgia de las ondinas por el oro. La marcha funebre es igualmente excelsa, pero en el final, poco antes de las palabras finales de Hagen, la orquesta avanza demasiado rápido, pero consigue terminar el ciclo con solemnidad. El Coro del Festival está a un nivel excelente, y las voces masculinas dan una excelente réplica a Hagen en el segundo acto.
Siegfried Jerusalem y Anne Evans en el dúo final de Sigfrido.
El reparto tiene a varios nombres importantes de la escena wagneriana de la época, pero más que estrellas de la ópera, son consumados cantantes-actores, que responden con éxito al demandante montaje, que les hace moverse cuales atletas, y expresarse como en una película.
John Tomlinson, un bajo cantando un rol de barítono-bajo, es un Wotan cuyo sonido es imponente, firme, pero no muy agradable, incluso menos que Donald McIntyre con Boulez, pero sabe cantar y actuar al personaje, convirtiéndolo en un dios juvenil impulsivo, violento y primitivo. En Valquiria, se supera: su experiencia como intérprete da un retrato convincente del lado más humano y también más temible del dios, cantando sus dos largos monólogos con belleza, sin la brusquedad habitual de su voz, y a nivel actoral mostrando un lado del personaje nunca antes visto, mostrándolo vulnerable y capaz de despertar empatía. Sin embargo, le viene mejor el Viandante que el Wotan, reflejando su voz de bajo la ironía y la vejez del personaje. Y es en el tercer acto donde su voz alcanza su máximo esplendor, mostrando una interpretación más reflexiva y profunda del Dios.
Anne Evans no será la mejor Brunilda. Y desde luego su voz no es la más rotunda, ni la más dramática. De hecho, suena bastante ligera para la enjundia que requiere el rol. Y sin embargo su interpretación demuestra que no todo es pirotecnia: ese timbre juvenil lo usa para mostrarnos a una valquiria que es una joven que parece frágil pero que pelea y tiene una determinación tan firme como la que más, pero al mismo tiempo una mujer sensible. Así, cuando se aparece a Siegmund no es imponente, sino solemne y comprensiva. Y en el tercer acto, valerosa en la primera mitad, y conmovedora en la segunda. En Sigfrido, muestra en escena la fragilidad, el miedo por el que pasa el personaje, más maternal que apasionada, pero también asustada tras volver a la vida. En el Ewig war ich sorprende con un canto sublime. En el Ocaso, se lleva la función, con su excelente interpretación actoral de Brunilda, y con una notable interpretación vocal, interpretando el monólogo final con una sensibilidad única. El retrato más humano que se haya hecho de este personaje, desde que hay filmaciones, lo consigue esta soprano británica.
Siegfried Jerusalem interpreta al héroe. En este momento tenía 50 años, y estaba en la cima de su carrera. Su voz, aún con su timbre peculiar, se amolda bien al personaje, imprimiéndole su ímpetu y su energía, al mismo tiempo que en otras escenas transmite su inocencia. En el dúo con Brunilda alcanza la voz toda su dimensión heroica, con unos apasionados "Sei mein! Sei mein!" (sé mía) como réplica a Brunilda. En el Ocaso mantiene su línea, pero no da los agudos en el tercer acto, pero poco empaña a su entregada interpretación.
Günter von Kannen es un notable Alberich, con un aseado timbre de bajo profundo y una actuación que hacen que su Alberich sea temible, pero también impulsivo. No obstante, su mejor interpretación la consigue en Sigfrido, donde se le ve más cómodo y suena más grave.
Poul Elming como Siegmund y Nadine Secunde como Sieglinde tienen en escena una química tan inigualable y enorme como la de Hofmann y Altmeyer en el Anillo de Boulez. Si la de estos últimos desbordaba erotismo y pasión, la de Elming y Secunde es una química más dramática, hay un trágico y apasionado amor, pero no tanta sensualidad. Y sobre todo, son mejores cantantes. Elming tiene una aceptable voz heróica y juvenil, firme y que no suena mal, lo que en esa época ya era bastante. Secunde es por el contrario una soprano dramática con todas las letras, con una oscura e imponente voz, lo que hace pensar que debería de haber sido la Brunilda. Quizá un poco matronil, pero en el tercer acto destaca por su intenso dramatismo.
Graham Clark es una de las estrellas del reparto, con su excelente y juvenil Loge, en el Oro, y su repelente Mime en Sigfrido, donde además demuestra su agilidad física. Helmut Pampuch repite su excelente Mime con Boulez, con una voz firme y sonora. Linda Finnie es una Fricka de timbre dulce, pero discreta. Birgitta Svendén es una Erda de timbre bello y seductor, pero carente de autoridad, aunque encaja con la misteriosa atracción que Kupfer pretende que incite en Wotan, repite luego como Valquiria y Primera Norna, con los mismos resultados. Matthias Hölle es un excelente Hunding, tanto a nivel vocal como actoral, una voz de bajo profundo con un físico imponente, capaz de recrear al matón. También es cumplidor como Fasolt en el Oro. Philip Kang interpreta a Fafner y a Hagen. Mientras que como el gigante logra una excelente interpretación en lo musical en Sigfrido, como Hagen es insuficiente, y se echa de menos más grave y más rotundidad vocal, aunque cumple como actor. Kurt Schreibmeyer y una Joven Eva Johannson son cumplidores como los dioses Donner y Freia.
Waltraud Meier, en la cúspide de su carrera y su belleza, deslumbra en su breve intervención como la valquiria Waltraute, con la voz en su sitio y los excelentes agudos que daba entonces. Una agradable sorpresa es la Gutrune de la soprano Eva-Maria Bundschuh, procedente de Alemania Oriental, con un precioso timbre oscuro, más dramático que el de Evans. De hecho, fue una destacada intérprete de Isolda en la escena alemana de aquellos años. Bodo Brinkmann es bastante discreto, y pasa desapercibido como Gunther, un poco menos como Donner. De las hijas del Rin, de buen nivel, hay que mencionar la deliciosa y aniñada voz de la Woglinde cantada por la fallecida Hilde Leidland, quien también es excelente como Pajarillo del Bosque. Las valquirias están cantadas por excelentes sopranos y mezzosopranos, en las que destacan miembros del reparto estelar, como Linda Finnie, Eva Johannson o Brigitta Svendén. Las Nornas tienen buenas voces, pero no tienen suficiente volumen.
El Anillo de Barenboim ha sido definido como el último grande. Es bastante posible que así sea, dada la condición de mito wagneriano que tiene el argentino, pese a que después James Levine, Christian Thielemann y Kirill Petrenko harían vibrar el foso del Festspielhaus con esta obra. Sin embargo,comparando con otras producciones íntegramente filmadas, la producción de Kupfer no ha sido superada. Por esas mismas fechas se filmaba el Anillo clásico y tradicional del Met, cuya inexistente dirección de actores lo hace palidecer frente a este: basta comparar el dúo final de Sigfrido, con Evans y Jerusalem desbordando pasión y ternura con el escenario desnudo, mientras que en el Met, el mismo Jerusalem y Hildegard Behrens, apenas si se tocan, limitándose más a sonreirse y gesticular, rodeados, eso sí, de un bello decorado. Comparando con las otras dos producciones completas en Bayreuth, la de Castorf de 2016, heredera de esta, da espectacularidad visual, pero no llega a la intensidad dramática con los personajes. Y el montaje de Schwarz de estos años, no despierta nada que no sea aburrimiento e incomprensión. Y tampoco han sido superadas las interpretaciones de este elenco de cantantes-actores, a las que se les demanda tanto en lo físico como en lo vocal. Es muy posible que como el de Boulez-Chéreau, este Anillo de Bayreuth sea el último referencial por sus legendarias batutas y sus excelentes montajes, que no envejecen y siguen actuales pese al transcurrir de las décadas.
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