Bayreuth, 12 de agosto de 2024.
Nunca olvidaré esta fecha en este lugar. Supuso, para mí, el final de 19 años de tormentosa espera en los que me preguntaba cómo sería estar en el Festival de Bayreuth. Un año después, estoy en mi casa en Madrid recordando mi única peregrinación al santuario wagneriano. Ruego al lector me perdone la extensión del artículo, pero al escribirlo estoy reviviendo esas emociones de forma muy especial.
Siniestro: Festival de Guerra de 1942 en Bayreuth...
Mi primer viaje a Bayreuth fue, podría decirse, un viaje relámpago de 26 horas. Cuando pienso en este hecho, tengo una sensación siniestra. Durante la Segunda Guerra Mundial, que para esta ciudad fueron los años de los "Festivales de Guerra", los llamados "huéspedes del Führer", soldados, trabajadores de fábricas de armamento, enfermeras y demás personal, no siempre interesado en ir a la ópera, recibía el honor forzado de ir a gozar de una tarde de ópera en el Festspielhaus, para imbuírse de la cima cultural del "espíritu alemán". Los invitados, obligados, asistían a conferencias de un espantoso sesgo político, y luego recibían entradas para la ópera. Al día siguiente, volvían a sus destinos de origen y otro lote de invitados venía.
¿Cómo llegué a compararme con esa gente? Por motivos personales, no podía estar más de cuatro días fuera de España. Dos de los cuales, eran para conocer la ciudad de Múnich. Los otros dos días intermedios, estaban destinados para ir y volver de Bayreuth y ver la representación, que en mi caso era del exitoso Tannhäuser dirigido por Tobias Kratzer en lo escénico, Nathalie Stutzmann en lo musical y un elenco de la casa liderado por Klaus Florian Vogt.
Sobre la representación en sí, hablo aquí.
Para llegar a la ciudad wagneriana, tomé el Tren Bávaro regional desde Múnich, haciendo dos conexiones en Ingolstadt y en Núremberg. En esta última ciudad se sentó delante de mí y de mi madre, una pareja alemana de mediana edad que llevaba consigo un traje de chaqueta enfundado y en una percha. Era evidente que nos los encontraríamos en la ópera. Al llegar al fin a la estación de Bayreuth, cuya estrecha plataforma central no ha cambiado mucho desde la siniestra era de los Festivales de Guerra, uno es recibido en el andén principal por un cartel en alemán, con el típico saludo de la región, el "Grüss Gott", que da la bienvenida a los visitantes de la ciudad y a los que van a la ópera. Si uno se gira a la izquierda, el bello y emocionante tejado del Festspielhaus, emergiendo de la naturaleza, saluda al recién llegado. Los wagnerianos no podrían tener mejor recibimiento.
En el primer día, y faltando tan solo cuatro horas para que comenzara la representación, solo pudimos hacer el check-in en el Hotel Ibis, próximo a la estación de tren, y a quince minutos andando en línea recta del Festspielhaus. Mi viaje coincidió con una ola de calor en el país. Dado que los alemanes no están acostumbrados a estas temperaturas en verano, no todos los espacios públicos tienen aire acondicionado. Pero en el Ibis de Bayreuth es diferente. Al entrar y sentirlo, fue como una bendición. El recepcionista no se creía que en la rica y poderosa capital bávara, este fuera un bien casi escaso. Hubiera deseado en ese momento ir a comer en el Eule, el famoso restaurante al que iba el maestro. Sin embargo, el calor y el poco tiempo para descansar, hicieron que llegara hasta el moderno restaurante asiático YUYU, en la Bahnhofstrasse, aunque para mí no es problema porque amo la comida asiática. Y doy fe, de que allí me sirvieron el mejor arroz frito que he comido en mi vida. Antes de volver al hotel para descansar pasé por el Aldi de la ciudad, para aprovisionarme de agua para refrescarme durante la función.
Llegando al Festspielhaus...
Cuando llegó de salir hacia el Festspielhaus en línea recta, vi a la pareja del tren, totalmente arreglada. A medida que nos acercábamos a la colina verde, oíamos una conversación entre dos hombres en español, con acento venezolano. Dos policías y una cadena cortan el acceso al tráfico a la colina verde mientras los espectadores suben. Al subir, lo primero que uno ve es el consabido arreglo floral al pie del teatro, con las estatuillas del artista Ottmar Hörl, todas de Wagner, en color dorado. Nada más llegar, se escuchó a los músicos del teatro interpretar la fanfarria con un tema de la ópera, quedaba poco para entrar. Dispuesto a entrar, me dijeron que mi mochila con mi botella de agua era demasiado grande para la sala, por lo que tuve que ir a dejarlo en una consigna que estaba al otro lado del teatro, guiado por una acomodadora que tuvo que preguntar dónde se encontraba la consigna.
Con poco tiempo para el inicio, pude entrar en el teatro, cuya sencillez en los pasillos me sorprendió mucho. Pero ya se sabe que el maestro no quería que uno se perdiera en lujos sino que se centrara en la función. Al llegar a mi asiento, en la segunda planta, pude sentir el tremendo calor del que todos hablaban: en una zona donde todos los asientos están llenos y la zona está bastante cerrada, el calor se concentra más. La sensación de ardor que tuve bajo mi brazo izquierdo a consecuencia de ello no la había experimentado antes. Pero cuando las luces se apagan, primero las del patio de butacas y después la de la galería, el teatro queda totalmente a oscuras, con las únicas luces viniendo del foso oculto tras el escenario, y el clarinete da comienzo tímidamente a la ópera, la magia hace olvidar todo lo demás. La acústica es realmente especial: Wagner la diseñó para sus obras. Ciertamente, cantantes que suenan diferente en grabaciones o en otros teatros, aquí ven sus voces fluir. La orquesta, para estar bajo el escenario, suena como si estuviera descubierta, incluso la percusión que está en la última grada. No es soprendente que muchos músicos quieran actuar aquí.
La etiqueta, aunque no obligatoria, parece ser aún muy respetada por el público, pues incluso en una zona tan económica como la mía, había bastantes hombres con traje. Al lado de mi madre se sentó una señora octogenaria con una blusa verde de manga larga... que no volvió para el tercer acto. En el otro extremo, un efebo alemán, alto y extremadamente delgado, sentado delante de una de las columnas (un asiento sin visibilidad entre 5 y 15 euros), llevaba una camiseta sin mangas. El muchacho tal vez no vería nada, pero fue el que más alto braveó de todos. Al salir en los descansos, uno se sorprendía de ver el alto número de camisas blancas sudadas. También uno se sorprende de la obsesión del público con el silencio: a mi madre le dijeron que no usara abanico por el ruido que podría hacer. También me sorprendí del enorme abucheo que se escuchó al terminar el primer acto.
En el primer descanso, aguardaba a los espectadores la performance de la mezzosoprano Iréne Roberts, de la drag queen Le Gateau Chocolat y del actor con enanismo Manni Laudenbach, en el estanque que hay al pie de la colina. Uno se sorprende ante la escasez de bancos en esa zona. Los que estábamos más o menos arreglados no nos sentábamos, pero gente con ropa más informal no tenía problema en hacerlo sobre el césped. ¿Tal vez obedecería esta falta de comodidades al conocido vínculo especial que tienen los alemanes con la naturaleza y por tanto les es preferible sentir el fresco césped?
Subiendo las escaleras en dirección al Festspielhaus para el segundo descanso, a mano derecha uno se encuentra con un lugar especial: el famoso busto de Wagner realizado por Arno Breker, el escultor más exitoso de la época nazi, y ya un poco desgastado por el tiempo, preside el lugar. Pero a su alrededor se encuentra un contraste doloroso y necesario: la exhibición permanente llamada "Verstummte Stimmen", en español "Voces silenciadas", presenta unos murales con biografías y fotografías de artistas del Festival que fueron perseguidos, exiliados o asesinados por el nazismo. Entre ellos las famosas artistas alemanas Henriette Gottlieb, soprano que murió en la miseria y el hacinamiento en el Gueto de Lodz en 1941, o la contralto Ottilie Metzger, quien murió asesinada en Auschwitz en 1943. Su única falta era ser judías. Un ejercicio de memoria y expiación por parte de un Festival que fue uno de los estandartes culturales de la época nazi.
Vista de la sala poco antes de empezar el tercer acto...
Al terminar los descansos, es necesario dejar la sala para poder ventilarla. No me fue posible visitar el patio de butacas, ya que por ese motivo los acomodadores me dijeron que me fuera. Un "Entschuldigung!" (¡Perdone!, en alemán) me impidió seguir. Para mitigar el calor, las colas en los baños del teatro son kilométricas. Pero ese año, como novedad, se habilitaron bidones de agua fresca en el guardarropa, donde también se pueden pedir cojines de forma gratuita, para soportar la función ya que la incomodidad de los asientos de madera sin respaldo es legendaria. Ya he dicho antes que Wagner quería que el espectador no se perdiera en cosas banales como el lujo de la sala. Siguiendo sus indicaciones, la sala principal con su océano de butacas es elegante, pero extremadamente sencilla. Demasiado moderna para su época, si se compara con la palaciega ópera de París, inaugurada un año antes que el Festspielhaus.
"Libre para desear, libre para hacer, libre para disfrutar..."
El calor y la fatiga del viaje no me permitieron mucho movimiento, pero me pude acercar a la tienda, donde se vendían algunas grabaciones, libros y camisetas con frases de la obra. Me agradó ver el libro de mi amigo Emilio Gómez, "El Bayreuth de Wieland y Wolfgang Wagner", de los pocos libros en español allí disponibles, en las estanterías. En la taquilla se adquieren los programas de las óperas de ese año, pero en lugar del argumento, aparecen artículos sobre la obra y su puesta en escena, ya que se da por sentado que todo el que va a Bayreuth, conoce las obras del maestro. Durante el segundo descanso, pude ver colgado en el balcón real el ya famoso cartel "Libre en la voluntad, libre en la acción, libre en el disfrute", procedente del ensayo "Arte y Revolución" que Wagner escribió en 1849, y unas escaleras que podía subir todo aquel que lo deseara. Pero yo solo vi a gente hacerse fotos. Imperativo para mí era acercarme al monumento dedicado a los primeros intérpretes de la historia del Festival, que estrenaron El Anillo del Nibelungo en 1876, cuyos nombres están en esa enorme estela tallados con letras doradas.
Años antes de ir, un amigo me había hablado sobre la supuesta aspereza de los acomodadores, en alemán llamados "Blauen Mädchen" (Muchachas azules), que si en el pasado eran solo mujeres, ahora son jóvenes de ambos sexos, en su mayoría estudiantes de humanidades y artes. Sin embargo, lo que yo vi fue unos simpáticos, sonrientes y solícitos muchachos y muchachas, todos guapos, bien arreglados y educados. ¡Estaba encantado con ellos!
Milagrosamente, durante el tercer acto, sentí una milagrosa ráfaga de aire fresco en la sala. También fue en este momento cuando pensé en otros que interpretaron esta obra en este escenario, en versiones referenciales. Al terminar la representación, todo el mundo aplaudía enfervorecido. Realmente, sin ser histórica, la representación fue de alto nivel, pero también se sintió la pasión wagneriana y la sensación de asistir a algo especial como ocurre con cada representación en este teatro. Recuerdo a todos aplaudiendo y al mismo tiempo zapateando en el suelo expresando su entusiasmo. Yo me uní gustoso a este zapateado.
Al salir del teatro, se podían ver autobuses donde aparecían los nombres de los hoteles de la ciudad. Algunos se acercarían a saludar a los artistas, pero yo me sentía exhausto. En la arbolada y poca iluminada avenida, de vuelta al hotel, compartí opiniones sobre la función con una amiga española con la que coincidí.
A la mañana siguiente, sabiendo que partíamos hacia Múnich a las 14 horas, nos levantamos temprano para realizar una visita turística a la ciudad. Tras tomar un desayuno en el Café Oetter, seguimos por la Bahnhofstrasse rumbo al Teatro del Margrave, el famoso teatro de ópera barroco que es Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Antes de llegar al teatro, un breve paseo por la Opernplatz nos lleva a divisar la antigua Casa de la Educación Alemana, de la era nazi, hoy convertida en un edificio de oficinas de la compañía energética E.ON. Frente a la agencia de viajes DERPART, se encuentra un banco que incluye una estatua de Wagner acompañado de un perro. Ideal para fotos turísticas. Por toda la ciudad, uno se encuentra de repente con alguna estatua del maestro diseñada por Hörl.
El Teatro del Margrave desde uno de sus palcos...
Ya al llegar al edificio de la ópera barroca, justo a su lado, pequeña y desapercibida, se encuentra la sinagoga de la ciudad, datada del siglo XVII, y que se salvó de ser destruida por los nazis en la infame Noche de los Cristales Rotos, porque el teatro contiguo habría resultado dañado si se la tocaba. Aún hoy sigue en funcionamiento, cerrada a las visitas turísticas. El primer contacto con el viejo teatro es el aire acondicionado que da la bienvenida al visitante. La entrada a la sala barroca es como entrar a un paraíso del arte, tan bello que uno no quiere dejar la sala. No hay ni un solo rincón sin decorar, estatuas de ángeles, cada palco decorado con arreglos dorados, en el centro el lujoso palco principal con la corona, y en el techo las pinturas de Giuseppe Galli Bibiena. Sobre el recargado escenario se proyectan hologramas de representaciones de canto y danza barrocos.
La infame Judensau, difuminada...
El siguiente edificio a visitar fue la Iglesia del Espíritu Santo, del siglo XVII, y que es la más conocida de la ciudad, ya que preside el casco histórico de la misma. Su rico exterior neogótico contrasta con su más sencilla decoración, del siglo posterior, del interior, que hace el templo un lugar tranquilo y sencillo, de acuerdo a la confesión protestante. En el lado este de a fachada, se encontraba la infame escultura antijudía Judensau (de unos judíos mamando de una cerda, animal impuro para ellos), tan típica en las iglesias centroeuropeas de épocas pasadas, pero hoy se encuentra difunimada y una placa previene al visitante contra el odio antisemita.
Finalmente llega el momento de dirigirse a Wahnfried. En el centro se encuentran bellas casas, muchas restauradas tras la Segunda Guerra Mundial, además del Viejo Palacio con su blanca fachada y sus rojizas columnas. De camino por la Maximilianstrasse, desde la peluquería SuXul se escuchaba la canción "Let's get loud" de Jennifer Lopez. Junto a los quioscos de comida oriental y los brics de zumos de frutas en árabe del supermercado Sarah, atendido por una joven con hijab, al final de la Bahnhofstrasse, es una señal de cómo la globalización también llega a la provinciana y tranquila ciudad wagneriana. Poco antes de llegar se encuentra uno con el Palacio Nuevo, cuyos arcos se atraviesa para llegar al Hofgarten. Un remanso de paz dentro de la ya de por sí tranquila ciudad. El primer contacto es la tumba de Wagner, enfrente de la que era su casa. Junto a él está enterrada su esposa Cosima.
Ropa y accesorios de Richard Wagner...
El Museo Richard Wagner incluye tres casas, siendo Wahnfried la primera. Al visitante le recibe la fachada con la frase "Aquí donde mi locura encontró la paz, sea llamada mi casa". Restaurada en los años 70, uno se emociona al entrar a la sala principal donde se encuentra el piano, una biblioteca con libros del siglo XIX, y el imponente retrato de Cosima dominando la sala, y la casa tal y como hizo en los 47 años que sobrevivió a su esposo. En la casa uno encuentra instrumentos tales como las campanas de Parsifal (una réplica) del estreno de 1882 en el recibidor; y en la planta de arriba diferentes elementos de utilería de las primeras representaciones del Anillo y Parsifal en el Festival: el manto y la armadura de Parsifal, las joyas de las valquirias, la máscara mortuoria de Wagner, partituras, y bajando por una escalera de caracol, una estancia intermedia en la que se encuentran ropa y efectos personales de Wagner y de su esposa.
El comedor donde Hitler comía con Winifred y sus hijos...
Al lado izquierdo de Wahnfried se encuentra la casa de su hijo Siegfried, en la que vivió su viuda Winifred y en la que se filmó el famoso documental de 1975 donde esta narraba su gestión del festival del Tercer Reich. Se proyecta un pequeño documental sobre la historia de la casa y la relación de Winifred y Hitler. Dentro de la casa, se puede ver, intacto y presidido por un retrato del compositor Richard Strauss, el comedor donde el dictador y la nuera del compositor comían con los hijos de ella, y donde debatían hasta altas horas de la madrugada, sobre las representaciones que veían en el Festspielhaus. En frente del mismo se proyecta un documental sobre la historia del Festival en esa turbulenta época, donde uno pasa el mal trago de ver imágenes del infame periodista y agitador de odio Julius Streicher, odiado hasta por sus coetáneos, y desde su ejecución en 1946, ya ardiendo en los infiernos.
Trajes del Festival. En primer plano, el que Waltraud Meier usó para Tristán e Isolda en 1993.
Al lado derecho de Wahnfried se encuentra uno con el moderno museo, donde tras descender unas escaleras, se encuentra con una exhibición de trajes de varias producciones del Festival: uno ve la evolución desde los tradicionales trajes de Ortrud, Isolda, del siglo XIX, pasando por los más sencillos trajes de la era de Wieland Wagner hasta trajes modernos como el de Venus para la producción de Tannhäuser de 1978, o el de las ratas del Lohengrin de 2011. En la misma sala se pueden ver maquetas de diferentes producciones antiguas, desde el siglo XIX hasta la del Tristán de Wieland Wagner de 1962. En el mismo museo se encuentra una sala donde se pueden escuchar grabaciones de óperas wagnerianas, otra donde se proyectaba la película biográfica de Wagner de 1913, aunque la sala estaba vacía en ese momento. Tristemente me perdí la pared de color dorado presidida por un busto de Wagner.
Tras visitar la residencia del maestro, poco tiempo me quedaba en la ciudad. Ya era mediodía y en la Richard-Wagner-Strasse, una calle peatonal con muchas tiendas y supermercados, ya había más y más gente. Otro signo de globalización fue ver una tienda TEDi con un osito dando la bienvenida, que me recordó a la más sencilla tienda de esta franquicia cerca de mi casa en España. En esa calle se encuentra el prestigioso Bratwursthäuschen, un puestecillo con fama en toda Baviera, que me proporcionó un sabroso almuerzo en forma de pan con salchichas.
Despedida... Cámara de comercio de Bayreuth.
Llegaba el momento de decir adiós. Poco antes de entrar en la estación principal, mis últimas impresiones de la ciudad fueron las estatuas de hombrecillos de colores caminando por la fachada del edificio de la Cámara de Comercio, y una última vista del Festspielhaus en la distancia, antes de tomar el primero de los tres trenes que me llevarían de vuelta a Múnich. Por cierto, si la marca Alemania tiene un potente enemigo, ese es Deutsche Bahn y sus terribles retrasos: una retraso de una hora en Ingolstadt, en la que estuve esperando mi tren bajo un sol abrasador.
Hay que decir que a Bayreuth hay que ir con un ritmo tranquilo, y a las funciones hay que ir reposado. De lo contrario, a uno lo puede vencer el agobio, como estuvo a punto de vencerme a mí en el segundo acto de la representación. Pero como wagneriano, puedo decir que la magia vivida en esta bella y tranquila ciudad compensa cualquier limitación. Podrán hacerse mejores producciones de óperas wagnerianas en otras ciudades, pero el sitio ideal para hacerlas sigue siendo el Festspielhaus. La belleza y la sencillez del lugar, el alto nivel de la orquesta y los coros, que en el tercer acto sonaron celestiales, la acústica pese al terrible calor (creo que con el cambio climático, deben poner soluciones o tendrá que pasar algo terrible para que pongan por fin aire acondicionado en la sala sin que la perjudique)... todo lo hace especial. Es algo que se siente mejor que se explica. Además, la bella ciudad ofrece lugares interesantes para visitar y descansar. Wagner sabía lo que hacía al elegirla para sus festivales.
Volveré...
Sueño con volver. Sé que voy a volver varias veces a lo largo de mi vida. Espero poder hacerlo para 2027 o 2028, para ver el Anillo o Parsifal, que se compusieron para la acústica del teatro. George Bernard Shaw decía que quien va a Bayreuth no se arrepiente de hacerlo. Yo añadiría que quien lo hace, si es wagneriano, ya sueña con volver desde el momento en que el tren lo aleja de la ciudad wagneriana para devolverlo a su casa.
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